Luis María Grignion de Montfort un Santo para nuestros tiempos
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Traducción del Epitafio de la tumba de Montfort. |
LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT UN SANTO PARA NUESTROS TIEMPOS
P. Battista Cortinovis, SMM
Luis
María Grignion nació el 31 de enero de 1673 en Montfort, no muy lejos de Rennes,
en Bretaña (Francia).
Era el primogénito de una familia numerosa. El padre, Jean-Baptiste,
abogado, para afrontar algunas dificultades económicas, se comprometió a recomponer los títulos y las
propiedades de familia. La madre, Jeanne-Robert, tenía dos
hermanos sacerdotes.
Los primeros
años de vida de Luis María transcurrieron en parte con sus padres en Montfort, y en parte
donde una nodriza
en casa de la familia en la campiña cercana. En 1684 el
niño fue enviado a Rennes y matriculado en el colegio Santo Tomás
Becket, dirigido por Jesuitas. Allí vivió desde los 11 hasta los 19 años, huésped
en la casa de su tío, el sacerdote Alain
Robert.
LA
PRIMERA FORMACIÓN
La casa de formación
de los Jesuitas en Rennes,
en Francia, era considerada
entre las más importantes de la Orden. Se realizaban allí los estudios
humanísticos de tipo clásico. Un primer ciclo de cinco años –la gramática– conducía al año de retórica
y después al bienio
de filosofía. En el mismo colegio
se podía también proseguir con la teología.
Al lado de la formación intelectual, se buscaba además la madurez espiritual. El catecismo era obligatorio en las
clases de gramática; para una
formación espiritual más cultivada existía la “congregación mariana”, a
la que eran admitidos los mejores y más generosos alumnos. El clima era de
emulación y de pasión por los estudios; una cierta separación del mundo podía favorecer
la huida de la cultura
antigua y clásica; para esto
servían también las frecuentes representaciones teatrales.
«La Sabiduría tiene deseo tan vivo de la
amistad de los hombres que recorre
largos caminos en búsqueda del
hombre, sube a la cima de las más altas
montañas, llega a las
puertas de las ciudades, penetra
en las plazas públicas y grita a voz en cuello:
A ustedes, hombres,
yo me dirijo, a ustedes
yo deseo, a ustedes
yo busco. Escúchenme, vengan a mí: ¡yo quiero darles la
felicidad!».
(El amor de la Sabiduría
Eterna, nn. 64-66)
Luis
María Grignion eligió como director espiritual al P. Philippe Descartes,
sobrino del famoso filósofo.
Bajo
su guía descubrió
el valor de la pobreza
evangélica, el primado
de la búsqueda de Dios y la importancia de un apostolado activo. Otra figura
que marcó la formación de Luis María en
aquellos años, fue el P. François
Gilbert. Él tenía entonces 31 años y moriría a los 39, misionero en la isla de Guadalupe. En su enseñanza encontraba siempre el modo de relacionar las materias
académicas con lo religioso, con una visión de la vida fuertemente marcada por la fe. Otro guía espiritual fue el P. François Prevost,
director de la congregación mariana, en la que Luis María había
ingresado.
A partir del ejemplo de estos educadores,
Luis María se distinguía por la diligencia
y aplicación al estudio,
tanto que conseguía los premios al final
de cada año escolar. Como frutos de esta formación literaria, descubriremos más tarde
la facilidad para componer versos, su
estilo para escribir, siempre claro, sintético, no seco, capaz de ser incisivo, pero con
sugestivas descripciones. Tenía el gusto
y el talento para el arte; en su tiempo libre se dedicaba
al dibujo y a
la pintura; alguna vez tomó lecciones
y siempre conservó una atención especial al arte figurativo.
La práctica del teatro
dejará huellas en el futuro
misionero, como se puede
apreciar en la organización de espectaculares procesiones y liturgias, o en la
construcción de calvarios.
Siendo alumno externo, Luis María vivía en la casa del tío sacerdote y podía participar en las iniciativas de la ciudad, según el propio interés. Había en Rennes en esos años un joven sacerdote secular, Julien Bellier, que ejercía una gran atracción, especialmente en los jóvenes. Desempeñaba un servicio en la catedral, pero muy a menudo se unía a otros sacerdotes para hacer misiones a los pueblos en el campo. Era muy comprometido con los pobres y enfermos, los visitaba en el hospicio, los ayudaba e instruía haciendo el catecismo. Cada semana tenía charlas religiosas para los estudiantes, en las que instruía a los jóvenes y contaba con entusiasmo sus propias experiencias misioneras y entre los pobres. Además, organizaba y enviaba voluntarios, en grupos de dos o tres, a prestar asistencia a los enfermos y a hacer el catecismo a los pobres. Luis María frecuentó con asiduidad las conferencias del P. Bellier, se ofreció como voluntario para los servicios requeridos y tomó contacto con el mundo de los pobres, haciendo las primeras experiencias de catequesis.
“La
plenitud de nuestra perfección consiste en ser conformes, vivir unidos y consagrados a Jesucristo. Ahora bien, María
es
la criatura más
conforme a Jesucristo. Por consiguiente, la devoción
que mejor nos consagra y conforma a Nuestro
Señor es la devoción a su Santísima Madre”. (VD
120)
Al terminar
la filosofía, Grignion
de Montfort comenzó
la teología en el mismo colegio:
ya había madurado la opción
de ser sacerdote. Algunos meses
más tarde, sin embargo, se le
presentó la ocasión
de ir a París a proseguir sus estudios. Partió en otoño de 1692. En su mente ya tenía algunas ideas precisas, obtenidas de las enseñanzas y de los ejemplos de sus maestros: ser sacerdotes
para poner a Dios en el primer lugar y para estar al servicio
de los pobres. En la congregación mariana del colegio había comprendido
el valor de la fe, la urgencia del
apostolado y una constante referencia a María, Madre de Cristo y de cada uno de
los fieles cristianos. Eran los inicios de una meditación
que habría de continuar toda
su vida: el amor de la Sabiduría de
Dios, Jesucristo, hacia la humanidad y la búsqueda de tal Sabiduría por parte
del hombre.
SEMINARISTA EN PARÍS
En París, Luis María ingresó
en el seminario de san Sulpicio.
Para los estudios se
frecuentaba la cercana Sorbona, pero
para el alojamiento había diferentes
comunidades, más o menos
confortables, según lo que cada uno
podía aportar. Ayudado por bienhechores, Montfort
fue acogido inicialmente en una comunidad bastante pobre, pero digna.
Después de dos años, murió el fundador
y director y la comunidad se disolvió. Luis María pasó a otra comunidad
verdaderamente pobre, donde se sufría hambre y frío, tanto que en ese invierno
se enfermó, fue internado en un hospital
y estuvo en peligro de muerte. Superada la enfermedad, logró finalmente
entrar en el “pequeño seminario”
de san Sulpicio en donde permaneció
por cinco
años, hasta la ordenación
sacerdotal.
“Nadie, fuera de María, encontró
gracia delante de Dios
para sí misma y para toda la humanidad; nadie sino ella tuvo el poder de encarnar y dar a
luz a la Sabiduría eterna, y nadie,
fuera de ella,
puede, aun hoy –por decirlo así–, encarnarlo en los
cristianos auténticos gracias a la operación del Espíritu Santo”. (ASE 203)
A lo largo de los años del seminario Luis María recorrió las varias etapas de su propia maduración espiritual. En medio de logros y dificultades, aparecía
celoso y ejemplar en todo. A veces hasta era considerado un poco exagerado y “singular”: juicio problemático que lo acompañará todo el
resto de su vida. Algunos
acontecimientos de aquel período
lo muestran decidido y dinámico:
para ganarse algún dinero,
velaba muertos durante la
noche en las casas de familia, u organizaba una colecta
entre los sacerdotes del seminario y de la parroquia para sus necesidades o para ayudar
a quien no tenía la misma valentía. A veces
intervenía en las calles de París contra quien vendía publicaciones poco edificantes
o quien canturreaba cánticos profanos;
soportaba con valor
sus propias incomodidades; participaba con convicción en los debates teológicos en boga en
aquel tiempo.
Montfort se había comprometido en un primer momento
y totalmente a seguir los cursos académicos. Había sido además bibliotecario y
aprovechó esto para leer muchos libros. Tomaba
apuntes, tanto para prepararse a la predicación como para
profundizar algunas disciplinas teológicas; de manera especial, le interesaba todo lo que se había escrito sobre la devoción a
la Virgen María. Sin embargo, las
experiencias de enfermedad y sufrimiento que había vivido, algunas
lecturas espirituales con las que se había encontrado (Surin y Boudon)
y su sensibilidad por las
necesidades concretas de la Iglesia de su tiempo, sobre todo entre el pueblo y los pobres, lo habían llevado a hacer
la
opción por la “ciencia de los santos”, donde la experiencia
de Dios tenía la primacía, seguida por la caridad hacia el prójimo, y donde ya no contaban los títulos académicos, ni la carrera, aunque fuera eclesiástica. Luis María quería ser
un hombre espiritual, encaminado a la santidad y guía de otras almas a Dios.
SACERDOTE Y MISIONERO
En 1700 Grignion
de Montfort recibió la ordenación sacerdotal. Su vida como sacerdote fue breve, sólo 16 años,
pero
bastante atormentada. Al salir de san Sulpicio se trasladó
a Nantes, en una especie
de casa del clero, ansioso de dedicarse a la predicación de las misiones para el pueblo.
Permaneció allí un año y desempeñó un poco de ministerio,
incluidas algunas
misiones. Sin embargo, el ritmo de vida le pareció demasiado
relajado y a la primera ocasión abandonó
la comunidad.
“¡Ah!
¿Cuándo llegará ese tiempo dichoso
en que
la excelsa María sea establecida como Señora y Soberana en los corazones, para someterlos
plenamente al imperio de su excelso y único Jesús? ¿Cuándo respirarán las almas a María como los cuerpos respiran
el aire? El Espíritu Santo vendrá a
ellos con la abundancia de sus dones y las llenará de ellos, especialmente del don de la Sabiduría, para realizar maravillas de
gracia”. (Tratado de la verdadera devoción
a la Sma. Virgen, n. 217)
Aceptando una invitación, se mudó a Poitiers,
en el hospicio
de los pobres, en donde encontró un ambiente que sentía más favorable
para su celo de joven sacerdote. Se
hicieron manifiestas allí sus capacidades como organizador sea en favor de unas estructuras más racionales, sea para
el bien de las almas. En Poitiers encontró a María Luisa Trichet, que será la
primera de las Hijas de la Sabiduría, congregación fundada más tarde
por él. Sin embargo, hubo incomprensiones con los
administradores del hospicio y Luis María fue obligado a partir. Regresó
a París, pero aquí encontró
que todo
el ambiente
sulpiciano ha cambiado respecto a él: se le miraba
como a un cura un poco extraño e inquieto, no conforme con las
costumbres eclesiásticas. Los pobres de Poitiers le suplicaron que volviera en medio
de
ellos; él aceptó, pero al poco tiempo reaparecieron
las oposiciones
de la
dirección del
hospicio y Montfort abandonó de
nuevo Poitiers.
Regresó a París y por algunos meses volvió a intentar
la experiencia entre los pobres del gran hospicio de esta ciudad. Nada
que hacer:
fue alejado.
Era el
año 1703
y Montfort todavía no había encontrado su camino. ¿Tenía que estar entre
los pobres?
¿O predicar
las misiones
y hacer el catecismo en el
campo? Pensó también hacerse
contemplativo, o partir para las misiones extranjeras.
EN
BUSCA DE SU CAMINO
En
París
vivía en un local muy
pobre, un cubículo bajo una escalera, donde rezaba y meditaba.
Estaba cercano a una comunidad de Jesuitas,
que lo
ayudaban con su amistad
y buenos consejos. Volvió a meditar sobre
el amor de Dios, sobre el sufrimiento
y la cruz de Jesucristo. En la primavera
de 1704 retomó el camino hacia Poitiers, viajando
a pie como siempre. En aquella
ciudad pudo permanecer dos años, dedicándose a las misiones
populares y consiguiendo buenos resultados. Sin embargo, no faltaron
incomprensiones y oposiciones y al
final el Obispo lo despidió de su diócesis.
De nuevo sacudido por las olas, Montfort no veía a
qué aferrarse.
Decidió entonces dirigirse a Roma, en peregrinación de fe y para pedir
luces al Papa Clemente XI quien lo recibió
el 6 de junio de 1706 y lo confirmó
en la misión de evangelizar
al pueblo, sobre todo en las campiñas
de Francia. Le dio un
mandato especial, nombrándolo “misionero
apostólico” y lo envió a trabajar en comunión con los obispos.
PREDICADOR PARA EL PUEBLO
Durante
otros 5 años, hasta aproximadamente 1711, Grignion de Montfort
trabajó en diversas diócesis
del oeste de Francia
(Rennes, Saint-Maló, Saint-Brieuc, Nantes, Luçon,
La Rochelle...). Hizo misiones populares, de parroquia en parroquia.
Aquí y allá, como recuerdo
de las misiones, erigía
una cruz o un calvario,
restauraba una Iglesia, instituía o reavivaba
una cofradía
del Rosario,
o de los Penitentes. Componía cánticos que enseñaba
a los fieles. Los períodos de predicación los alternaba
con momentos de retiro que le
permitían un restablecimiento físico y espiritual. Primero colaboró, en Bretaña, con un grupo de misioneros guiados por el sacerdote Juan Leuduger, después se les separó y
él mismo escogió a sus propios
colaboradores, sea sacerdotes jesuitas, capuchinos o dominicos, sea laicos reclutados por él mismo. Ya desde 1705 encontramos a Maturino
Rangeard, de Poitiers, que le
seguirá siempre; otros “hermanos” se añadieron
más tarde, algunos
hicieron los votos
religiosos, otros no: Nicolás de Poitiers, Felipe de Nantes, Luis de La
Rochelle, Gabriel, Pedro, Santiago.
Ellos ayudaban en las misiones y daban clases a los chicos pobres.
“¡Señor Jesús, da hijos y siervos a tu Madre! Hombres libres que vuelen por todas
partes al soplo de Espíritu Santo, siempre dispuestos a correr y sufrirlo todo contigo
y por tu causa, como los
apóstoles. Hijos de María, engendrados y concebidos por su amor,
educados por su maternal solicitud… Envía a la tierra tu Espíritu que es
todo fuego, para crear en ella sacerdotes totalmente de fuego, por ministerio de los cuales
sea renovada la faz de
la tierra y tu Iglesia renovada”.
(Súplica ardiente para pedir misioneros,
nn. 6.9-11.17)
Para
encontrar sacerdotes que quisieran unirse
a él en
“compañía de
misioneros”, fue necesario
esperar los últimos años. En 1715, Adrián Vatel, sacerdote
formado en París, estaba en La Rochelle a la espera
de embarcarse para las misiones lejanas. Montfort lo convenció para que se quedara con él. El mismo año se unió al misionero otro sacerdote, Renato Mulot, quien será
más tarde su ejecutor testamentario y seguirá
la obra de las misiones
después de la muerte del
Montfort. De estos laicos y sacerdotes nació la Compañía de María.
En
las misiones, Montfort
se había
creado su propio método,
con una
organización a la que
había dado una impronta particular;
también los momentos celebrativos litúrgicos habían asumido formas y contenidos propios
y, en
parte, originales. Una misión comenzaba
con la
invitación a la escucha de la predicación, con el fin
de procurar la conversión y llevar a los fieles a
confesarse y comulgar. Sólo después
de este paso, eran admitidos a las otras
celebraciones: procesiones,
paralitúrgias, visitas al
cementerio, celebraciones marianas, constitución
de una
cofradía, erección de un
calvario. Particular importancia
tenía la celebración de la
renovación de las promesas
bautismales y la firma
del “Contrato
de alianza
con Dios”, hecha públicamente como
solemne compromiso de perseverar en
los buenos propósitos de la misión. En este contexto la consagración total de sí mismo a Jesucristo por las manos de María y más en general
la devoción a la Virgen
Santa era propuesta
como medio privilegiado para ser fieles
al propio bautismo con la consigna: a Jesús por María.
Incluso
en los
años de
la plena
actividad misionera, no faltaron las
dificultades para Grignion de Montfort.
Perduró clamoroso e inexplicable el
episodio del calvario de Pontchâteau,
construido por todo el
pueblo de la región durante
varios
meses de trabajo y demolido repentinamente por
la autoridades civiles, con una orden que llegó en la vigilia misma de su
inauguración, el 13 de septiembre de 1710.
EN LA PASTORAL DIOCESANA
Los
últimos años de su vida
y trabajo (1711-1716), se desarrollaron –salvo algunos breves
paréntesis– en las dos diócesis de
Luçon y de La Rochelle, en
donde era aceptado y sostenido
por los respectivos obispos. Aunque
siguiendo su trabajo de tipo misionero, Montfort
se insertó más en
los proyectos
de la
pastoral local, promoviendo formas
de apostolado
más estables.
Desde Poitiers hizo venir a las dos postulantes religiosas que
esperaban desde algunos años: María Luisa Trichet y Catalina Brunet. Las hizo entrar en el Hospital, les confió escuelas, escribió
una Regla para estas primeras “Hijas de la Sabiduría”.
En La Rochelle, comprometió también a los “hermanos” laicos en la
enseñanza de una manera estable. Se dedicó mayoritariamente a constituir su Compañía de misioneros,
aunque entre sus colaboradores de entonces sólo algunos piensan unírsele. Escribe para
ellos una Regla y la llamada Súplica Ardiente.
En
La Rochelle el misionero trabajó mucho también en la ciudad y consiguió grandes
éxitos entre el pueblo. En la iglesia de los Dominicos tuvo varias misiones
por categorías (hombres, mujeres,
solados). El contacto
con los ambientes dominicos contribuyó en hacerle intensificar la predicación del Rosario y a promover las cofradías del mismo.
La vida de Luis María Grignion de Montfort se apagó el 28 de abril de 1716, en Saint-Laurent-sur-Sèvre, en Vandea. Murió en
plena misión, debilitado por las fatigas
y doblegado por una pulmonía, tenía sólo 43 años de
edad. Fue sepultado en la misma
iglesia parroquial de
Saint-Laurent. Hoy
sobre su tumba ha sido construida una basílica, meta de peregrinaciones
desde Vandea y desde toda Francia.
Juan Pablo II, el 19 de septiembre
de 1996, ha querido honrar con su visita a Saint-Laurent al Santo que ha sido
su guía espiritual desde los años de la juventud.
PRESENCIA VIVA EN LA IGLESIA
Por más de cien años después
de su muerte, Luis María de Montfort era conocido sólo en los
lugares donde había vivido. Sus misioneros
siguieron predicando al pueblo, divulgando la práctica de la renovación de las promesas
bautismales y la consagración a Jesús por María. Sólo en 1842 fue hallado el
manuscrito del Tratado de la verdadera devoción a la Santísima
Virgen María, que lo hizo famoso en todo el mundo. Esta es la idea central contenida en este libro:
como Dios Padre escogió a
María para enviar a su Hijo al mundo y realizar nuestra salvación, así nosotros tenemos que recurrir a
María y tomarla como modelo para llegar a ser plenamente conformes a
Jesucristo. Montfort entonces propone la total consagración a Jesús por medio
de María y explica cómo vivir cada día a la escuela de María para hacernos
copias vivientes de Jesucristo.
Además del Tratado, Montfort nos ha dejado otros escritos: los Cánticos, con más de 20 mil versos; El amor de la Sabiduría eterna, la obra que nos habla del amor apasionado de Dios por nosotros, manifestado sobre todo en Jesucristo; El secreto de María, síntesis del Tratado. Otras obras, muy a menudo inconclusas: una Carta a los amigos de la Cruz, la Súplica ardiente, El secreto admirable del S. Rosario, las Reglas para sus misioneros y para las Hijas la Sabiduría, cartas y apuntes.
“Acuérdense
de amar
ardientemente
a Jesucristo, de
amarlo por medio de María, de hacer brillar, en todo lugar
y a vista de todos, vuestra devoción a la Santísima
Virgen, nuestra bondadosa Madre, a fin de ser en todas partes el buen olor de Jesucristo, de llevar constantemente su propia
cruz en seguimiento de este buen Maestro y alcanzar la corona y el reino que les aguardan. En consecuencia,
no dejen de cumplir y poner por obra con fidelidad
sus promesas bautismales…”.
(A los habitantes de
Montbernage, n. 2)
Luis
María Grignion de Montfort fue proclamado “beato” por León XIII, el 22 de enero de 1888 y canonizado por Pío XII el 20 de julio
de 1947. Juan Pablo II ha insertado
la memoria de él
en el
Calendario general de la Iglesia,
fijándola para el 28 de abril.
También María Luisa Trichet,
la primera discípula
del Montfort y cofundadora de las Hijas de la Sabiduría, ha sido beatificada por Juan Pablo
II, el 16 de mayo de 1993.
La enseñanza espiritual
de san Luis María Grignion de
Montfort es percibida hoy en día en la Iglesia como muy actual. El documento
del Concilio Vaticano
II Lumen Gentium, el capítulo VIII, María en el
misterio de Cristo y de la Iglesia, manifiesta una clara influencia de la doctrina
monfortiana. La espiritualidad cristológico-mariana vivida y enseñada por Montfort
es acogida siempre más por el pueblo de Dios:
muchas asociaciones laicales, congregaciones religiosas y movimientos se inspiran en ella. Juan Pablo II, en su encíclica Redemptoris Mater, recuerda explícitamente a Grignion de Montfort entre los “maestros y testigos”
de la espiritualidad
mariana que toda la Iglesia está llamada a vivir.
“Consciente de mi vocación cristiana, renuevo y ratifico
hoy en tus manos los votos de mi bautismo; renuncio para siempre a Satanás,
a sus seducciones y a sus obras y me
consagro totalmente a Jesucristo,
la Sabiduría
encarnada, para llevar mi cruz en su seguimiento, en la fidelidad de cada día a la voluntad del Padre. Te escojo
hoy, en presencia de toda la Iglesia, por mi Madre y Señora. Te entrego
y consagro toda mi persona,
mi vida y el valor de mis buenas acciones pasadas,
presentes y futuras. Dispón de mí y de cuanto me pertenece, para mayor gloria de Dios en el tiempo y la eternidad. Amén”.
(Ver ASE 225)
En este Tercer
Milenio, la presencia de María en la vida de
los cristianos se revive siempre más, según lo que Montfort había auspiciado y previsto.
“Cosas maravillosas sucederán
entonces en la tierra, donde el Espíritu Santo –al encontrar a su querida
Esposa como reproducida en las almas– vendrá
a ellas con la abundancia y la plenitud
de sus dones –de manera
especial de su sabiduría– para realizar maravillas de gracia” (VD
217).
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