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Las Florecillas de San Luis de Montfort

Hno. Agustín Pistilli, sg  

LAS FLORECILLAS DE SAN LUIS DE MONTFORT
(Traducción de p. Pío Suárez B., s.m.m.)

Amigo lector

                                         I - Un misterioso Peregrino

                                         II - En su tierra natal

                                        III - La Ciudad Luz del Rey Sol

                                        IV - Misionero popular

                                        V - La Osadía de un apóstol

                                        VI - Contemplativo y profeta

                                        VII - El Padre de los pobres

                                        VIII - El amigo de la Cruz

                                        IX - Todo de Jesús por María

                                        X - Educador y maestro

                                        XI - Fulgores de santidad

                                        XII - ¿Quién proseguirá su obra?

                                                        Conclusión


Amigo lector:


La vida de todo hombre es una aventura. La vida de san Luis María de Montfort en concreto es una aventura singular.
Vivió sólo 43 años. Pero en tan corto tiempo realizó tantas y tantas cosas. A pie recorrió cerca de 25.000 kilómetros; predicó sin descanso, escribió miles de páginas y fue, sobre todo, un auténtico testigo del Evangelio.
Para ti he seleccionado las aventuras más hermosas. Les he dado el nombre de FLORECILLAS. No todas son fáciles de imitar: pero te las ofrezco con la misma sencillez con que las refieren los escritores que narran la vida del santo. Estoy seguro de que te interesarán y la historia de Montfort te apasionará. Es una historia de fe, de acción, de valentía.
San Luis de Montfort no ha sido un hombre del montón. El mismo, hablando de su carácter, afirma que si no hubiera sabido dominarse, hubiera sido el hombre más terrible de su tiempo. Lo ha sido ciertamente pero en el buen sentido.
Alguien lo definió como «el más grande y santo misionero francés de su siglo».
En los 16 años de su actividad apostólica, transformó el occidente de Francia, donde aún hoy se habla mucho de él.
Espero que cuando termines de leer estas páginas, también tú conserves gratos recuerdos de él: de su valor, de su amor a Jesucristo, a la Virgen María, a los pobres, a los niños, al Pueblo todo de Dios.

Hermano Agustín Pistilli


I - UN MISTERIOSO PEREGRINO



1. NO ES UN SIMPLE TURISTA

A mediados de mayo de 1706, tras un viaje a pie de 2.000 kilómetros, llegaba a Roma un joven sacerdote francés.
No era un turista ni llegaba a Roma por curiosidad. Viajaba como peregrino a la tumba de san Pedro y quería hablar con el Papa.
Se hacía llamar simplemente Montfort.
Pero retrocedamos un poco y sigámoslo en todas las peripecias de ese viaje. Parte de Francia a pie, como auténtico peregrino. Nada de carrozas, nada de andar a caballo. Por lo demás, no tenía con qué pagarse esos lujos. Y nada de equipaje. Sólo lleva consigo la Biblia, el Breviario, el crucifijo, el rosario, y una estatuilla de la Virgen que corona su bastón de caminante. Sus provisiones: una confianza absoluta en la divina Providencia.
Un estudiante español, que también camina a Roma, le pide que le admita como compañero. Tiene treinta monedas en el bolsillo.
Montfort lo juzga demasiado rico y lo obliga a regalar su dinero a los pobres, y a esperar sólo de la divina Providencia el sustento de cada día.


2. UN CAMINO INTERMINABLE

Y lo vemos alejarse en dirección a la capital de la cristiandad, por caminos interminables, los de los peregrinos. De santuario en santuario, bajo los rayos cada día más candentes del sol de verano. En las parroquias, los hospitales, las panaderías pide de limosna un mendrugo de pan.
A menudo le acogen con desconfianza, a veces lo rechazan como espía o vagabundo de siniestras intenciones. Entonces pasa la noche bajo el pórtico de alguna iglesia, o al abrigo de algún seto, bajo las estrellas, como Jesús que «no tenía ni una piedra para reclinar la cabeza».
No sabemos con certeza por qué punto de la frontera penetró a Italia. Lo cierto es que Francia se hallaba en guerra con el Piamonte...
Luego de atravesar los Alpes, no obstante el terrible cansancio, todo parece iluminarse con un rayo de alegría. ¡Ya se halla en Italia! ¡Roma está mucho más cercana!


3. EN LA SANTA CASA DE LORETO

Se encamina hacia Loreto, donde se encuentra el santuario con la Santa Casa de María. Él, que ama tanto a "su Madre bondadosa", no podía omitir esta etapa.
Queda extasiado ante esos muros que se creía habían albergado a la Virgen María, en aquel pequeño recinto donde el Hijo de Dios se hizo hermano nuestro. Durante la misa que celebra cada día en el altar de la santa Casa, su rostro se transfigura.
Maravillado por su recogimiento, un devoto asiduo del santuario le solicita un encuentro espiritual e informado de su pobreza extrema, se ofrece a hospedarlo en su casa.
Permanece en Loreto unos quince días. Permanencia deliciosa y providencial, que comunica a su alma un gozo profundo y a su cuerpo agotado, el vigor necesario para emprender la última etapa de su viaje a Roma.


4. ¡ROMA! ¡ROMA!

Descansado y consolado, reemprende el camino a través de colinas y llanuras: paisajes ideales para un artista; pero trayecto pesado para los pies ya martirizados del peregrino.
Camina que camina. Y, por fin, aparece en el horizonte la espléndida cúpula de san Pedro. ¡Es Roma! Preso de intensa emoción, cae de rodillas, besa el suelo y llora de gozo. Luego se quita el calzado y recorre así los últimos kilómetros... Finalmente... Porque sus fuerzas se hallan casi agotadas. Necesitó varios días de reposo para recuperarlas un tanto y curar sus llagas.


5. PERMANENCIA EN ROMA

En la hostería de los franceses le brindan albergue durante algunos días.
Apenas recupera la salud, golpea a las puertas del convento de los Padres Teatinos.
Allí se gana en seguida el aprecio de un santo y sabio religioso, muy influyente ante el Papa, el P. José Tomasi, elevado poco después al cardenalato, beatificado en 1830 y canonizado por Juan Pablo II en 1987.
Siendo este religioso confesor del Papa, no tuvo dificultad en alcanzar para Montfort una audiencia especial y una benévola acogida de parte del entonces Pontífice Clemente XI.

6. EL ENCUENTRO CON EL PAPA

Llegado el gran día (6 de junio de 1706), Montfort se dirige al palacio del Quirinal, residencia entonces de la corte pontificia y, tras las ceremonias acostumbradas, fue presentado al Papa a quien dirigió un breve saludo en lengua latina.
Clemente XI, que sabe francés invita a Montfort a expresarse en su lengua materna.
El misionero expone al Pontífice su proyecto de partir a países lejanos a predicar el Evangelio a los infieles.
La respuesta del Papa es clara y resuelta: "Tu celo tiene campo bastante amplio en Francia. No te vayas a otra parte.
Actúa siempre en perfecta sumisión a los Obispos, en las diócesis a donde te llamen. Dios bendecirá tus trabajos".
Fascinado por los audaces puntos de vista de la devoción mariana de Montfort y su preparación teológica, Clemente XI aprueba sus métodos de apostolado. Le recomienda sobre todo enseñar la doctrina cristiana a las gentes sencillas y reavivar por todas partes el espíritu del Evangelio mediante la renovación de las promesas bautismales.


7. MISIONERO APOSTÓLICO

Antes de despedirse, Montfort implora al Santo Padre la bendición apostólica y le presenta un crucifijo de marfil suplicándole que conceda la indulgencia plenaria a cuantos lo besen en el momento de la muerte. El Papa lo bendice y concede la indulgencia pedida. Este crucifijo ocupa un puesto importante de hoy en adelante en el apostolado del santo misionero.
Para que a su regreso de Roma, lo acepten con buenos ojos los obispos franceses, el Pontífice le confiere el título del "Misionero Apostólico".
El coloquio con el Santo Padre trae paz al alma de Montfort.
Su vocación misionera queda aclarada y segura. Con renovada energía, la seguirá a pesar de las dificultades que tendrá que afrontar.
¡Su voto está cumplido! ¡Sus sueños se han hecho realidad!


8. DE REGRESO A FRANCIA

Sin demora alguna, recoge su bastón y emprende el camino de regreso, sin preocuparse por el ardiente sol veraniego italiano. Y comienza el martirio.
Tras algunos kilómetros, se le renuevan las llagas de los pies. Se decide entonces a proseguir descalzo el camino.
El estudiante español que lo había acompañado se quedó probablemente en Roma. Parece que en el viaje de regreso lo acompañan otros dos jóvenes, tan pobres como él y que no dudan tender la mano y pedir limosna en caso de necesidad.


9. «¡POR AMOR DE DIOS!»

Llegando a cierta población, cansados y hambrientos, Montfort envía sus dos compañeros a la casa cural.
– Vayan –les dice– y pídanle al párroco, por amor de Dios, que les dé algo de comer.
Volvieron con un trozo de pan: apenas un bocado para una persona. Montfort se presenta entonces en persona en la casa cural y encuentra al párroco sentado a la mesa con numerosos invitados. El párroco lo hace acomodar en la cocina y ordena que le sirvan en la mesa de los sirvientes y camareros.
Montfort, contento ante la humillación, vuelve luego a dar gracias al dueño de casa por la caridad recibida. Este al observar el vestido desgarrado y los pies sangrantes del peregrino, le dice con un gesto de consideración y alzando los hombros:
– ¿Por qué no anda a caballo?
– Ese no era el modo de andar de los apóstoles, –le respondió Montfort–.
El sacerdote comprende y se retira.


10. NI EL HERMANO MATURÍN LO RECONOCE

Varios días más de andar, padeciendo los ardores del sol y sufriendo numerosas humillaciones más, hasta llegar a su meta.
Finalmente, el 25 de agosto –fiesta de su patrono, san Luis– llega Montfort al convento de los jesuitas de Ligugé. Su auxiliar, el Hermano Maturín, le aguardaba allí según lo convenido.
Pero difícilmente lo reconoce. ¡Tan enflaquecido, demacrado y quemado por el sol lo encuentra ahora! Y pensar que algunos meses antes lo había visto partir en perfecta salud.
¡Entre ida y vuelta, ha recorrido a pie 4.000 kilómetros!
¿Quién era realmente este sacerdote? ¿De dónde procedía? ¿Qué hizo después de regresar a Francia de esta peregrinación a la capital de la cristiandad?
A ello quiero responderte en las páginas siguientes.

II - EN SU TIERRA NATAL

11. UN NIÑO QUE SABE ORAR...

Luis Grignion nació en Francia, en Montfort, pequeña ciudad de  la Bretaña francesa a pocos kilómetros de Rennes, el 31 de enero de 1673.
Era el segundo hijo de una numerosa familia. Su madre le enseñó a orar desde pequeño. Y él aprovechó tanto las lecciones maternas, que se convirtió a su vez en modelo y maestro de oración para sus hermanos y hermanas. Estos, sin embargo, no estaban siempre tan bien dispuestos a imitar las largas oraciones del hermano mayor. Su hermanita Luisa era la que parecía escucharlo y seguirlo con mayor gusto. Por ello también el hermano le demostraba especial cariño. Entre ambos reunían a los niños del vecindario para recitar el rosario. Y para comprometerlos a recitarlo todos los días: Luis les daba lo mejor y más hermoso que tenía.
En la escuela se hacía notar por una cuidadosa diligencia y atención a las enseñanzas de sus maestros.

12.  ...Y CONSOLAR A SU MADRE

Cuando su madre tenía disgustos familiares, el niño Luis se le acercaba y la consolaba. También se mantenía atento para no ser motivo de inquietudes para su padre, fácilmente irritable: el señor Grignion declarará un día que su hijo nunca le había faltado el respeto.
Era apenas un niño y ya tenía un amor muy intenso a la Virgen María.
Gozaba con sólo hablar u oír hablar de Ella. Con filial amor la llamaba "su querida madre". La invocaba en todo momento y alcanzaba de Ella gracias señaladísimas.
Ya entonces se esforzaba por realizar todas sus acciones en unión con María para agradar a Jesucristo.

13. EL ENCUENTRO CON JESÚS

Luis Grignion hizo su primera Comunión con gran fervor. Y ante el altar, según la costumbre, renovó solemnemente las promesas bautismales.
Los bellísimos cánticos que compuso más tarde, nos manifiestan cuáles fueron sus sentimientos cuando recibió al Señor por primera vez.
       ¡Oh buen Jesús mío, te amo y deseo,
       con toda mi alma suspiro por ti!
       ¡Oh buen Jesús mío, amor de mi alma:
       reina siempre en mí!
Así Luis, desde niño, practicaba ya todas esas virtudes que se advierten gustosamente en los niños: amor a Dios, obediencia a los padres y maestros, buen ejemplo a los compañeros.
Como recuerdo del lugar de su bautismo se hará llamar sencillamente Luis María de Montfort.


14. LE GUÍAN LOS JESUITAS

Terminados los estudios elementales en su pueblo natal, a la edad de doce años, sus padres juzgaron oportuno enviarlo a proseguir los estudios en Rennes, distrito capital de la región.
Los jesuitas, doctos maestros y hábiles formadores, dirigían en esta ciudad un colegio frecuentado por gran número de estudiantes, internos y externos. Precisamente por esto, no obstante la vigilancia de los profesores, al vivir lejos de la familia, se hallaba expuesto al influjo de los malos compañeros. Lleno de confianza en la protección de María, a quien diariamente invocaba con fervor, el joven estudiante se convirtió pronto en modelo de todos los alumnos, gracias también a la guía espiritual de su tío sacerdote, que lo hospedó en su casa durante todo aquel período.
Al ir al colegio y volver de él, acostumbraba Luis visitar una antigua y piadosa imagen de la Virgen, venerada en la Iglesia de san Salvador, pidiéndole que bendijera sus estudios. A veces se detenía allí por cerca de una hora, mientras muchos de sus compañeros se dedicaban a jugar por el camino.


15. SU AMOR A LOS POBRES

Todos en el colegio admiraban su caridad. Un santo sacerdote de apellido Bellier le había iniciado en ella.
Este hombre de Dios, capellán del hospital general de Rennes, había tenido la feliz idea de poner al servicio de la caridad las horas libres de que disponían los estudiantes. Los reunía en su casa para formarlos en obras de apostolado. Luego los enviaba, en grupos de dos o tres, al hospital general o al hospicio de incurables. Debían prestar a los enfermos toda clase de servicios, explicarles el catecismo y hacerles buenas lecturas. Luis era el primero en la práctica de estos deberes. Su madre que, por otra parte, le daba el ejemplo, tuvo en particular la alegría de encontrar cierto día en el hospicio a una pobre mujer que le dijo:
– ¿Sabe, señora?, ¡su hijo me ayudó a entrar en este lugar, haciéndome traer en esta silla!.


16. «ESTE HERMANO TUYO Y MÍO...»

Lejos de buscar diversiones frívolas o peligrosas, servía a los pobres y, desde ahora, les tuvo tanto cariño que durante toda su vida se rodeó de pobres y enfermos, distribuyendo entre ellos cuanto recibía.
Había entre los estudiantes del colegio uno tan pobre y miserablemente vestido que era objeto de la burla de sus compañeros. Luis, dolorido de verlo tan despreciado, comenzó una colecta entre sus compañeros para comprarle un vestido nuevo. Pero, al no obtener la suma requerida, llevó al compañero pobre a casa de un sastre.
– Este joven es hermano tuyo y mío –le dijo–. Yo he recogido esto entre mis compañeros para vestirlo en forma conveniente. Si esto no alcanza, ponga Ud. lo que haga falta.
Conmovido el buen sastre por tanta virtud, hizo lo que se le pedía. Y el pobre estudiante no volvió a ser objeto de las burlas de los compañeros.


17. MADERA DE ARTISTA

La pintura y la escultura constituían para Luis una agradable recreación. Dedicaba buena parte de sus horas libres a dibujar imágenes y cuadros religiosos. Con tanto éxito que le aconsejaron perfeccionar su talento al lado de un artista. Se presentó al taller de un pintor de Rennes que, cuando examinó las posibilidades del alumno, creyó ver en él a un futuro competidor. De suerte que cada vez que Luis aparecía, el pintor escondía sus telas y dejaba de trabajar. Quizá pagando con mano rota habría podido desbloquear esa situación. Pero, ¿cómo, si ya el pan costaba tan caro?
Cierto día, un consejero del Parlamento de Rennes, amigo de la familia, luego de ver en la mesa de trabajo del joven estudiante una miniatura elaborada por éste y que representaba al Niño Jesús con san Juan Bautista, quedó admirado y se la compró por un Luis de oro...
La pintura y la escultura sirvieron mucho más tarde al misionero. Se venera aún hoy en su casa natal en Montfort, una estatua de la Virgen atribuida a él. Su bastón de viaje estaba coronado por una estatuilla de la Virgen María, que él mismo había esculpido.


18. CONTRATIEMPO EN CARNAVAL

Amigo del estudio y de las ocupaciones útiles, detestaba los pasatiempos, las fiestas mundanas y las mascaradas.
Cierta tarde de carnaval, cuando terminaba la comida condimentada con inocente alegría, entró en la sala un joven enmascarado, que comenzó a provocar a los presentes con sus ocurrencias, chistes y donaires.
Luis se levantó en seguida, abandonó la reunión y mostró su descontento hasta derramar lágrimas.
Su pureza sentía horror a las diversiones peligrosas.
Sacaba esta gran delicadeza de sus conversaciones con el P. Gilbert, profesor suyo, hombre de virtud y talento, que morirá misionando en la isla de Guadalupe, y sobre todo de su gran devoción a María.


19. JOVEN COMPROMETIDO

En este período entró a formar parte de la Congregación mariana, conformada por los mejores alumnos del Colegio. Montfort se confió totalmente a María rogándole que conservara su mente, su corazón y su cuerpo siempre puros.
Para alcanzar esta gracia se ejercitaba en el sacrificio y la penitencia, pues sabía que no se conserva la virtud en un cuerpo habituado a la comodidad y la molicie.
Cierto día encontró en la casa paterna un libro con figuras poco modestas: lo echó al fuego a riesgo de provocar la cólera de su padre.

20. «SERÁS SACERDOTE»

Otro día, mientras oraba delante de la imagen de la Virgen María, en la iglesia de San Salvador, le pidió a su "Su Madre" que lo iluminara sobre su porvenir. La respuesta le llegó clara y distinta. Escuchó en el fondo de su alma la llamada divina: "Serás sacerdote".
La orden de Dios a través de la Virgen era tan clara, que desde ese momento su vocación quedó decidida, y Luis María resolvió sin más seguirla generosamente.
El joven estudiante comenzó el estudio de la teología en el mismo colegio de Rennes. Pero Dios, que quería hacer de él un verdadero discípulo de Jesús, le brindó el medio de completar su formación en el seminario de San Sulpicio, en París, sede famosa de estudios sacerdotales.
Una persona bastante rica prometió pagarle la pensión y él se puso en camino para la Capital.


21. DE CAMINO A PARÍS

En el colmo de la alegría y con el alma pletórica de confianza en la providencia y de amor a la pobreza, decidió partir a pie llevando consigo lo estrictamente necesario.
Sus padres insistieron en que llevara algo de ropa interior, un vestido nuevo y la modesta suma de diez escudos. Sumas que él aceptó por complacerlos.
Su tío y uno de sus hermanos lo acompañaron hasta la salida de Rennes. Allí, el joven Grignion abrazó al excelente sacerdote tío suyo, que lo había hospedado en su casa, dio a su hermano algunos buenos consejos y se despidió de ellos. Tomando en la mano el rosario, se encaminó alegremente a través de los extensos y fangosos senderos, que en ese entonces hacían en Bretaña las veces de caminos.


22. MÁS POBRE QUE LOS POBRES

Prosiguieron el viaje, pronto se encontró con mendigos andrajosos, y él sintió la necesidad de aligerar su carga. Al primero le regaló el vestido nuevo recibido de sus padres, a otro le dió los diez escudos, con un tercero cambió hasta el vestido que llevaba puesto.
Sintiéndose entonces verdaderamente pobre, se puso de rodillas y, dirigiéndose a Dios, como el Poverello de Asís, exclamó:
– ¡Dios mío!, ahora puedo decirte con toda verdad: "Padre nuestro que estás en el cielo", e hizo voto de no poseer nunca nada.
Libre de todo, poseyendo sólo una gran confianza en la divina Providencia, Luis María prosiguió su camino, mendigando el pan y la posada. Lo que le atrajo humillantes rechazos, a causa de su juventud y presencia física.


23. 300 KILOMETROS

Llegó a París, luego de diez días de camino, durante los cuales recorrió a pie más de trescientos kilómetros. Encontró albergue en un tugurio a donde la Providencia le envió de comer, sin que él tuviera necesidad de pedir nada a nadie.
Pasados algunos días, fue a golpear a la puerta de su benefactora, la señorita de Montigny. Grande fue la desilusión de ésta al ver el estado lamentable del joven.
Lo hizo hospedar en una casa muy pobre, donde los seminaristas carentes de medios económicos, podían realizar sus estudios en la Sorbona –la gran universidad parisiense– gracias al pago de una mínima contribución y la prestación de algunos servicios a la comunidad.
El P. de la Barmondière, superior de aquella casa, recibió con inmensa alegría al joven de quien ya se hablaba muy favorablemente.
Luis, por su parte, se dedicó ardorosamente al estudio y a la vida espiritual.


24. VIDA DE SACRIFICIO

Algún tiempo después, hacia fines de 1693, se desató una gran carestía y la benefactora del pobre seminarista no pudo seguir pagando por él la pequeña pensión acordada. Luis se mantuvo tranquilo ante esta nueva prueba y siguió confiando fielmente en la Providencia.
Para no ser gravoso a su superior, Luis no dudó en pedir limosna, mezclado con las turbas hambrientas que se juntaban ante las casas de caridad donde se distribuían víveres. Aceptaba humildemente ya una moneda, ya una prenda de vestir, las más de las veces un trozo de pan.
Se dirigía de preferencia a las diversas comunidades religiosas. Las ofrendas iban llegando, pero él no guardaba para sí más que lo estrictamente necesario. Aunque carecía de todo, buscaba a otros más pobres que él, para distribuirles cuanto su humildad le había proporcionado.


25. AMOR FRATERNO

Un día no le quedaban más que treinta monedas. Se le acercó una pobre mujer a contarle sus necesidades.
– ¿Cuánto necesitas?, le preguntó.
– Treinta monedas, respondió la mujer.
Él le entregó hasta el último céntimo.
En otra ocasión había recibido un vestido nuevo, confeccionado especialmente para él. Antes de estrenarlo lo regaló junto con otras prendas recibidas como obsequio, a otro seminarista más pobre que él.
En otra ocasión todavía, su madre le envía un vestido nuevo.
Él lo cedió en seguida a un sacerdote necesitado, recibiendo en cambio el ya gastado de aquel pobre ministro de Dios.


26. LE VISTE LA PROVIDENCIA

A veces su confianza parecía querer tentar a la Providencia.
Pero ésta realizó prodigios para premiar su fe.
Queriendo conseguir un vestido resistente, pidió a un cohermano que fuera a comprárselo y le entregó las treinta monedas que le quedaban. El amigo le observó que esa suma era insuficiente.
– Vete –le dijo– no te preocupes; si te piden más, entrega el dinero al primer pobre que encuentres.
El cohermano se dirigió al negociante, que al ver que sólo le ofrecían treinta monedas, lo tomó a burla y ni siquiera le respondió.
El comprador salió entonces y entregó la pequeña cantidad al primer pobre y volvió a casa.
Al llegar encontró a Luis que le dijo:
– Bien, mientras tú dabas limosna, una persona generosa me ha regalado estos diez francos. Tómalos y paga con ellos el vestido que necesito.


27. VELANDO MUERTOS

Entre tanto, la carestía continuaba y amenazaba la existencia misma de la pequeña comunidad. El P. de la Barmondière propuso a algunos de sus seminaristas un trabajo poco agradable: velar a los muertos de la parroquia de San Sulpicio.
Montfort, junto con otros tres compañeros, aceptó con gusto realizar ese trabajo dos o tres veces por semana.
¡Qué penoso tenía que ser para un estudiante pasar la noche sin dormir y ante semejante espectáculo!
En esas fúnebres veladas se acrecentaron en él, el desprecio por los bienes efímeros de este mundo y el anhelo de servir solamente a Dios.
Cierta noche, velaba el cadáver de un joven muy rico, herido mortalmente al salir de un local de mala fama. Quizá entonces compuso aquellos versos que más tarde haría cantar a las gentes:
       ¡En la muerte, pecador,
       todo acabará!
       ¡En la muerte, el Señor,
       te vendrá a juzgar!


28. CAMBIO DE CASA

La cruz con que el Señor prueba a sus amigos vino de nuevo a visitarlo. Murió el P. de la Barmondière y la comunidad que dirigía se disolvió. Montfort se entregó una vez más a la Providencia, y fue admitido en la comunidad del P. Boucher.
En esta casa, más pobre que la anterior, tuvo ocasión de practicar más a fondo la mortificación. Los estudiantes mismos se encargaban por turno de la cocina. De suerte que la comida –como puede imaginarse– era generalmente poco apetitosa. Cada uno se rebuscaba el pan: vino, menos lo tenían aún.
Era precisamente lo que se necesitaba para robustecer en Luis María el espíritu de mortificación.
La porción de comida que les servían, en esos años de carestía, era tan pequeña, que Luis se levantaba de la mesa con el mismo apetito con que había llegado.


29. ENFERMA DE GRAVEDAD

Pero una vida de tan intenso sacrificio no podía durar mucho. En efecto, Luis María enfermó gravemente y tuvo que ser recluido en el hospital de los pobres.
Condenado a la impotencia, desprovisto de todo, acostado en un catre prestado, se alegraba individualmente por hallarse entre los pobres.
Pero el mal era grave y se llegó hasta a temer por su vida.
Él, en cambio, sonriente, afirmó que no moriría y que, incluso, dentro de pocos días estaría curado. Predicción que se cumplió.
Pasada una semana, lo vieron estupefactos levantarse del lecho, caminar, leer y dedicarse a nuevos proyectos de estudio y de caridad.


30. EN EL SEMINARIO DE SAN SULPICIO

Una vez recuperada la salud, le recibieron en la sección más pobre del seminario. Allí, gracias a la generosidad de una piadosa mujer, pudo continuar sus estudios.
La fama de sus virtudes había comenzado ya a difundirse.
Por ello, cuando Luis María Grignion, ingresó al seminario de San Sulpicio, invitaron a la comunidad a cantar el "Te Deum" en acción de gracias. ¡Hecho sin precedentes!
En esta casa ejemplar, su amor a la Virgen fue creciendo más y más cada día. Hablaba de Ella con alegría durante las recreaciones, causando la admiración de muchos compañeros suyos.
Difundió entre ellos la consagración total a Jesús por María.
Fue para él motivo de inmensa alegría el encargo de adornar la Capilla de la Virgen.
Pero sus superiores pusieron a prueba su obediencia y la encontraron perfecta. La virtud de una persona se juzga también por esta señal.


31. CONTRACORRIENTE, SIN TEMOR ALGUNO

Su amor a Dios no podía tolerar pecados ni escándalos. Por Dios, sabía también actuar, si las circunstancias lo exigían.
Cierto día encontró en una plaza pública a dos jóvenes que, con la espada desenvainada, los ojos ardiendo en fuego, se hallaban a punto de lanzarse el uno sobre el otro.
Inmediatamente tomó el crucifijo y se colocó entre ellos, conjurándolos a pensar en Dios a quien ultrajaban y en su alma que estaban a punto de perder. Aturdidos, los duelistas retroceden, lo escuchan turbados y, por último, se perdonan mutuamente y se retiran en paz.


32. CONTRA LA PRENSA DEPRAVADA

Las calles de la capital eran en aquellos días menos bulliciosas que en la actualidad. La voz de los juglares lograba dominar el ruido de los coches; las gentes los escuchaban con gran curiosidad y se amontonaban en torno a ellos. Desgraciadamente su repertorio era poco recomendable y con frecuencia incluso, ultrajante y obsceno. Lo vendían, además, al público, inundando con ello todo el vecindario.
Montfort se sentía morir ante semejante escándalo. Más de una vez, se acercó a los cantantes, les compró todas las colecciones de canciones y las rompió en su presencia, mientras les dirigía palabras de reprobación.
Otro tanto hacía con los vendedores de libros malos, afirmando que se sentía feliz cuando podía impedir o por lo menos retardar que se cometiera algún pecado.


33. JOVEN CATEQUISTA

El joven Luis María gustaba comunicar las verdades de la fe sobre todo a los niños. Le encargaron de enseñar el catecismo a los más depravados de uno de los barrios del suburbio de san Germán de París. Asumió su tarea con tanto amor que sus lecciones enternecieron incluso a los menos dóciles. Algunos seminaristas, compañeros suyos, oyeron contar los éxitos y corrieron a escucharlo a fin de encontrar motivos de burla. Lo oyeron hablar de la muerte del juicio y del infierno de forma tan incisiva y convencida que hasta ellos mismos quedaron conmovidos.


34. FINALMENTE SACERDOTE

Llegó, por fin, el día de la ordenación sacerdotal. Montfort se creía tan poco digno de tan excelso honor que quería retrasar más y más ese momento. Redobló sus plegarias y su preparación espiritual. El 5 de junio de 1700 recibió la ordenación sacerdotal y pasó todo el día delante del Santísimo Sacramento.
Luego de otros cuantos días de preparación, celebró la primera misa en el altar de Nuestra Señora, en la Iglesia de San Sulpicio. Después no pensó en otra cosa que en las almas para las cuales lo había llamado Dios. Se dedicará totalmente a la evangelización del Pueblo de Dios, no obstante tener que superar infinidad de pruebas...


IV - MISIONERO POPULAR



35. UN SUEÑO MISIONERO

Montfort, ya tan inflamado de celo cuando vivía con su familia, en el colegio de Rennes y en el seminario de San Sulpicio, no podía permanecer inactivo ahora que la Iglesia le había conferido el sagrado ministerio.
– ¿Qué hacemos aquí –exclamaba hablando con sus cohermanos– mientras en el Japón y en las Indias hay tantos hombres que esperan el anuncio del Evangelio? ¡Hay un número casi infinito que se pierde por no conocer a Dios! ¡Sólo moriré contento al pie de una árbol del lejano Japón, como el incomparable misionero san Francisco Javier!
Montfort, en un primer momento, había pensado en las misiones extranjeras, pero en su viaje a Roma el Papa le dijo que volviera a su patria y trabajara en ella.
Esta orden del Vicario de Cristo le devolvió a Francia un apóstol, cuyo celo fue coronado por frutos maravillosos de vida cristiana.


36. LA MISIÓN POPULAR

Cuando iba a predicar misiones en una parroquia, llegaba acompañado de diversos colaboradores. Todos se dedicaban a la instrucción de las gentes, enseñaban el catecismo a los niños, cantaban en las iglesias y, a veces, por las calles para convocar a los fieles a las ceremonias. También construían capillas y reparaban templos, confeccionaban estandartes y preparaban grandiosas manifestaciones religiosas que despertaban la fe de los pueblos. Todos los misioneros se alojaban en una casa llamada "La Providencia". A ella afluían también numerosos pobres, invitados por el santo.
Las celebraciones revestían esplendor incomparable, gracias al talento de Luis María, que lo preparaba todo: conmemoración de los difuntos, adoración reparadora al Santísimo Sacramento, renovación de las promesas bautismales y consagración personal a la Virgen, construcción de Calvarios...
Todo culminaba en una confesión general y el propósito de cambiar de vida.


37. CALUMNIADO Y PERSEGUIDO

Algunos jansenistas, cuyos perniciosos errores combatía el misionero mediante la exhortación al amor a la Eucaristía, a la práctica de los sacramentos y a la devoción a la Virgen María, lo persiguieron e inventaron contra él toda suerte de calumnias. Lograron muchas veces engañar a los obispos y hacer que se le prohibiera predicar y administrar los sacramentos.
Los hombres más santos han sufrido tribulaciones semejantes, pero ninguno como Luis María experimentó el desprecio, la calumnia, las vejaciones, incluso de parte de aquellos que hubieran debido ser sus amigos y defensores.


38. CONMUEVE LAS CONCIENCIAS

Cuando comenzó las misiones, tenía cerca de 30 años, una constitución sana y muy robusta, una inspiración poética y una actividad inagotable, una profunda preparación teológica y, sobre todo, un fuego de caridad que se alimentaba cada mañana en la celebración de la Eucaristía.
Montfort tenía todas las cualidades de un misionero: ardiente, elocuente, piadoso, lleno de ingenio. Las gentes humildes recorrían gustosas hasta cuarenta leguas –cerca de 160 kilómetros– para ir a escucharlo.
Tenía tal ascendiente sobre las multitudes que éstas se sometían a sus exhortaciones. Sus sermones eran tan conmovedores que el auditorio prorrumpía con frecuencia en sollozos.
Entonces el predicador se veía obligado a detenerse.
– Hijitos míos muy amados –les decía– no lloren, que con su llanto me impiden hablar y si no me contengo, también yo tendré que llorar como Uds.
Ninguno pudo resistir a su impulso arrollador. Bandas de gentes armadas, terror de la comarca, se volvían dóciles como niños y en procesión rezaban el rosario y cantaban himnos sagrados.


39. SUS ARMAS PREFERIDAS

Además de la Palabra de Dios, sus armas preferidas eran la cruz y el rosario, el recuerdo de Cristo redentor y la meditación con María de los misterios de la salvación.
A ello añadía los cánticos compuestos por él mismo como verdaderas lecciones de catecismo, para recordar a las multitudes las nociones fundamentales de la fe.
El pueblo no los ha olvidado nunca y todavía hoy, no existe quizás rincón de tierra francesa donde, al comenzar la misión, centenares de voces no entonen, sobre las mismas melodías, las mismas palabras, que ya tienen 250 años. En total son más de 20.000 versos.


40. PROGRAMA DE TRABAJO

Sus misiones duraban hasta siete semanas. Montfort predicaba sucesivamente a los hombres, a las mujeres, a los niños, dedicando algunas reuniones especiales a los pobres.
Su programa: proclamación y meditación de la Palabra de Dios muchas veces al día; recitación asidua del santo Rosario; procesión con la participación de todos los feligreses adultos, que llevaban en sus manos el contrato de alianza con Dios en comunión con la Virgen, firmado por cada uno y por el Misionero; y finalmente, la erección solemne de un calvario o al menos de una cruz en el sitio más visible de la localidad.


41. BORRACHOS CONVERTIDOS

En Montbernage, suburbio de Poitiers, abundaban los borrachos y blasfemos. Tampoco se observaba el reposo festivo y la población obrera vivía en la corrupción. Al aparecer Montfort, todos vinieron a escucharlo y muchos cambiaron de vida. Su conversión fue tan sincera que llegaron a ser modelo de vida cristiana.
En la parroquia de San Savino logró apagar las disensiones haciendo examinar los procesos gratuitamente por hombres de leyes que sentenciaron lo mejor para el interés de todos.


42. EL DIABLO A LA HOGUERA

Todavía en Poitiers, durante la misión predicada en la misión de El Calvario. Montfort invitó a llevar todas las estampas obscenas y todos los libros malos para quemarlos luego en la plaza pública.
Sobre ese montón de obscenidades, algunos bromistas colocaron una figura del diablo. Le contaron al Obispo que Montfort era un exaltado y quería quemar al diablo.
El vicario general, tan mal informado, corrió a la iglesia a reconvenir al misionero y a prohibir la manifestación. Montfort escuchó con la cabeza inclinada la injusta reprimenda y se sometió humildemente. Pero derramó abundantes lágrimas ante lo que aconteció en seguida; porque los libertinos esparcieron por la ciudad todos aquellos libros y figuras obscenos. Para reparar semejante mal, Montfort pasó la noche en oración y dijo a las gentes que gustoso hubiera dado toda su sangre para impedir semejante desgracia.

43. LA FERIA DE LA ASCENSIÓN

En la parroquia de la Cheze, diócesis de San Brieuc, se celebraba una feria todos los años precisamente el día de la Ascensión.
Montfort alcanzó tal ascendiente sobre la población que hizo trasladar la feria al lunes siguiente para que no se realizara más en el día sagrado.
Pero dos campesinos se rebelaron e hicieron un contrato precisamente ese día. El Señor dio la razón al misionero: el que vendió su vaca perdió durante el día el dinero recibido por ella y el comprador vio enfermarse todo su ganado.
Incluso un sacerdote que se permitió criticar el traslado de la feria recibió su castigo: herido por una enfermedad incurable, debió acudir a las plegarias del santo para alcanzar su curación.


44. ASTUCIAS DE SATANÁS

Cuenta un relato popular que en la misma misión, un hombre que había venido para escuchar la predicación, se encontró en la calle un Luis de oro. Como dudaba en deshacerse de él.
– Bótalo –le dijo el misionero–, es el demonio que te tienta de avaricia.
El hombre obedeció y la moneda se transformó en una serpiente.
Cuentan todavía que algunos tenían la costumbre de armar escándalos al dedicarse a un juego que era para ellos ocasión de embriagueces, riñas y blasfemias. Montfort trató de apartarlos de esta ocasión de pecado, diciéndoles que el diablo estaba entre ellos para arrastrarlos al pecado. Ellos se reían al oírlo. Ahora bien, cierto día, al comenzar su juego, apareció sobre la mesa un monstruo del tamaño de un perro grande. Aterrados, los jugadores salieron corriendo en busca del misionero, que vino al lugar y ordenó a Satanás lanzarse al río. La bestia se alejó con la cola entre las piernas, y no volvió a aparecer.


45. SATANÁS DE VACACIONES

La Cheze, fue a visitar las ruinas de la capilla de la Virgen de los Dolores. Allí encontró al diablo sentado sobre el muro en ruinas del antiguo cementerio y le preguntó:
– ¿Qué haces aquí, Satanás? ¡Tú siempre estás peleando, y ahora te veo dedicado tranquilamente al descanso!
– Todas las almas de esta ciudad me pertenecen –respondió Satanás con una mentira–, menos una; por eso estoy de vacaciones...
Al terminar la misión, Montfort predicaba en la misma pradera que bordea el río y recordando la respuesta mentirosa de Satanás, exclamó ante la multitud:
– Todas las almas que me escuchan pertenecen a Jesucristo, excepto una.
Tan pronto pronunció estas palabras, se vio a un personaje que se alejaba del grupo y desaparecía en la lejanía. Sólo se encontraron unas sandalias; nadie lo volvió a ver jamás.


46. UN ENEMIGO IMPLACABLE

En la misma parroquia de La Cheze, quiso Montfort reedificar una antigua capilla de la Virgen. San Vicente Ferrer había predicho, trescientos años antes, que la restauraría "un hombre que sería muy contrariado y escarnecido".
A la invitación del misionero, las multitudes acudieron con entusiasmo desbordado y, al canto de himnos sagrados, trabajaron con tanto empeño que en corto tiempo la capilla quedó reconstruida. Se organizó en seguida una gran procesión para entronizar la imagen de la Virgen de los Dolores.
Según la tradición de las gentes de la localidad, en los trabajos tomaron parte gentes de veinte a treinta parroquias vecinas que formaban una fila de ocho kilómetros de personas, alineadas de cinco en cinco. Montfort lo organizó todo con orden admirable y, Dios, para ayudarlo, permitió que el misionero apareciera al mismo tiempo en los dos extremos de la procesión. Desplegó luego a la multitud sobre una gran llanura e iba a comenzar a hablar, cuando una inmensa nube apareció en el cielo y preocupó a los oyentes.
 – Quédense tranquilos –les dijo el misionero– es una artimaña de Satanás, que quiere echar a perder una fiesta tan hermosa. No caerá ni una gota de agua, se lo aseguro, y el sol volverá dentro de poco a brillar en todo su esplendor.
Al momento, la nube desapareció como por encanto.


V - LA OSADÍA DE UN APÓSTOL


47. REPRIMENDA INMERECIDA

Cierto día que el Obispo de Saint-Malô se hallaba de visita en la parroquia de San Juan, en la ciudad natal del Santo, le describieron a Montfort como un sacerdote rodeado siempre de vagabundos y mendigos, acusándolo de favorecer el ocio, la pereza y la vagabundería. El Obispo, convencido de tener que habérselas con un extraño aventurero, lo manda llamar en seguida, y en presencia de los demás sacerdotes de la región, lo reprende y prohibe predicar y confesar dentro del territorio de su diócesis.
Montfort respetuoso de la autoridad, luego de una profunda inclinación de saludo, sombrero en mano, escucha humildemente la admonición. Ni una excusa, ni una queja.
Iba ya a retirarse, cuando entró el párroco de Breal, que –ignorando la lamentable escena– pidió al Obispo que le mandara a Montfort para predicarle una misión a los jóvenes en su parroquia.
Admirado el Obispo de la humildad del misionero y arrepentido de cuanto le había dicho, concedió gustosamente la autorización recogiendo las prohibiciones anteriores.
Montfort realizó en aquella parroquia un bien inmenso, especialmente entre los soldados, a quienes enroló en la cofradía de san Miguel.


48. ATENTADOS

Algunos individuos, enfurecidos al sentir reprochar ásperamente su conducta, atentaron más de una vez contra la vida del misionero.
Fue así como cierto día en Nantes, algunos jovenzuelos, irritados al reconocerse en la descripción de ciertos desórdenes hecha por el misionero, lo asaltaron a piedra e indudablemente lo habrían acribillado si no hubieran intervenido unos transeúntes.
Los pilluelos hubieran sido linchados por la multitud, si Montfort no se lo hubiera impedido diciendo:
– ¡Déjenlos en paz! Son más dignos de lástima que Uds. y que yo mismo.


49. LOS VIÑADORES DE VALLET

Cuando el misionero tenía que vérselas con campesinos demasiado apegados a los bienes de la tierra, recurría a las piadosas estratagemas que su celo le sugería para llevarlos a escuchar la palabra de Dios. Los viñadores de la comuna de Vallet, por ejemplo, más preocupados por sus viñas y por la vendimia que por frecuentar la iglesia, no acababan de decidirse a participar en la misión.
Montfort envió entonces al Hermano Maturín por las calles de la población a tocar una campanilla y cantar a los cuatro vientos:
       ¡Alerta!, ¡alerta!, la misión está abierta.
       ¡Venid, venid, amigos,
       venid a conquistar el paraíso!
Poco a poco, la población se conmovió y los viñadores acudieron en masa. Acudieron incluso de las comarcas vecinas.


50. ¡CUIDADO CON EL LUJO!

En Vertou, la misión alcanzó un éxito inesperado y Montfort, con el fin de alejar las ocasiones de pecado, como lo había hecho en Poitiers, hizo llevar todos los libros malos para quemarlos en una gran hoguera.
Una distinguida señorita, en presencia de todo el pueblo, vino a echar al fuego incluso todos sus adornos mundanos, con gran edificación de todos.
El misionero en su predicación había atacado el lujo y hecho entonar su cántico:
       ¡Cuidado con el lujo
       en que no se ve mal!,
       pero al llegar la muerte
       lo encontrarás fatal.


51. COMPLOT DESCUBIERTO

Las intrigas contra su vida no lograban frenar el ardor de su celo. Una señora le advirtió que no emprendiera cierto viaje a Pont-Château, porque algunos mozalbetes lo esperaban en el trayecto para asesinarlo. Montfort sonrió, al oír la advertencia que, en cambio, aterrorizaba a sus acompañantes.
– ¿Cómo lo sabes?, preguntó por fin a la señora.
– Han hecho el complot debajo de mi casa y he escuchado sus amenazas de muerte, le respondió ella.
El intrépido misionero se rindió ante las válidas razones expuestas por aquella mujer. Y así salvó su vida. Porque los malhechores lo habrían ciertamente asesinado. Se supo después que lo habían esperado desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde en el lugar por donde debía pasar.


52. PRESENTIMIENTO

       En otra ocasión todavía, los libertinos tramaron una intriga contra el santo misionero. Que debía dirigirse con un cohermano a casa de un escultor a quien había ordenado ciertos trabajos. Los conjurados sabían que debía pasar por cierta calle del lugar y se apostaron allí para caerle por sorpresa. Era pleno invierno y reinaba la oscuridad. Montfort, de ordinario tan seguro, sintió al entrar en esa calle que se le helaba la sangre en la venas y no logró dar un paso más, aunque su compañero le aseguraba que iban por buen camino.
Algún tiempo después, un amigo suyo oyó a dos individuos lamentarse de que Montfort se les hubiera escapado. Lo habían estado esperando esa tarde en una calle de La Rochelle, desde las siete hasta las once de la noche, para romperle la cabeza y mandar también al diablo a su discípulo, Maturín.


53. LA NAVE PIRATA

La isla de Yeu se hallaba ubicada a 17 kms. de la costa atlántica de Francia. Los tres mil habitantes de la isla, pescadores en su mayoría, esperaban con ansia al misionero desde hacía tiempo. Pero entonces no era fácil ni hacedero abordar la isla. Se vivía en guerra abierta por la sucesión al trono de España y los corsarios ingleses infestaban las costas de la isla.
El misionero que había proyectado una misión en la isla, se embarcó con sus compañeros y otros pasajeros.
Apenas en alta mar, vieron una nave pirata que avanzaba hacia ellos. Todos se creyeron perdidos. Sólo Montfort permanecía tranquilo. Invitó incluso a sus compañeros a cantar. ¡Era lo que menos deseaban!
– Bien –les dijo el misionero– ya que no pueden cantar, acompáñenme por lo menos a rezar el rosario –e inició la oración.
– No teman –añadió al terminar de rezarlo–. Nuestra Madre del cielo nos ha escuchado. ¡Estamos fuera de peligro!
En efecto, impulsados por violentas ráfagas de viento, los piratas cambiaron de rumbo. La tripulación estaba a salvo y, al canto del Magnificat, llegaron a la isla de Yeu.


54. SE ABREN LAS PUERTAS

El párroco de Sallertaine rogó al misionero que diera una misión en su parroquia. Pero los feligreses, no estando de acuerdo, cerraron las puertas de la iglesia y entregaron las llaves a un ciudadano resuelto a no cederlas por nada del mundo.
Sin desconcertarse, Montfort, se detuvo al pie de una cruz en medio de la población y comenzó a predicar a las gentes de una parroquia vecina que lo acompañaban. Entre tanto las gentes de Sallertaine insultaban al misionero con gritos y algazara y le tiraban piedras. Cuando Montfort terminó su discurso, las puertas del templo se abrieron como por encanto y él entró junto con el párroco y algunos feligreses.


55. EL EMBAJADOR

Entre tanto en la plaza había cesado el alboroto. Pero el triunfo no era aún completo. Contaron a Montfort que uno de sus adversarios más encarnizados era un rico caballero de la población. Persuadido de que su casa era el centro de la resistencia, el misionero se dirigió allá llevando consigo agua bendita. Apenas llegó, por todo saludo, roció la sala del primer piso donde el dueño de casa se hallaba reunido con toda su familia, y colocó sobre la chimenea su crucifijo y una estatuita de la Virgen. Luego se arrodilló y recitó una oración.
– ¡Bien, amigo mío! –exclamó poniéndose en pie–, crees que he venido por mi propia voluntad. No señor, Jesús y María me envían. Soy embajador de ellos, ¿no quieres recibirme de parte suya?
– Aquí estoy, respondió el rico señor. Y siguió a Montfort a la iglesia junto con toda su familia.


56. LA PROCESION DE LAS CRUCES

La población de Sallertaine estaba dominada por un promontorio, sobre el cual propuso Montfort elevar un calvario monumental, que recordara en proporciones más modestas el de Pont-Château.
Los habitantes prepararon en varias semanas de inmenso trabajo las tres cruces, las estatuas de los personajes y hasta una capillita arreglada en una gruta, donde se erigió un altar. Llegado el día de la bendición del monumento, al terminar la misión, Montfort organizó una solemne procesión a pie descalzo en honor de la cruz.
Cada persona llevaba una pequeña cruz en la mano y una hostia en la que estaban escritos los compromisos bautismales.
Recordando que al comenzar la misión todos estaban en contra suya, se puede juzgar hasta qué punto logró el misionero cambiar en favor suyo la opinión de las gentes.


57. UNA DAMA QUISQUILLOSA

Durante una de las últimas predicaciones de la misión de La Sallertaine una señorita distinguida entró en la Iglesia y permaneció allí en actitud poco respetuosa. Montfort le pidió que observara mejor compostura. Ella, enfurecida, salió de la Iglesia y corrió a contar a su madre lo acaecido. Esta fue a esperar al misionero en la plaza pública para insultarlo y apalearlo. Él, que tantas veces no había temblado ante el puñal de los asesinos, tuvo compasión de aquella mujer y sin alterarse le respondió sencillamente:
– Señora, yo he cumplido con mi deber, su hija hubiera debido hacer otro tanto.


58. BESO DE PAZ

En Courgon, la parroquia estaba dividida. Las gentes se odiaban profundamente incluso el párroco tenía numerosos enemigos. Afligido ante semejante escándalo, el misionero, para aplacar al Señor, se azotó hasta derramar sangre. Luego invitó a todos los feligreses a escuchar la predicación.
Habló con tanta elocuencia sobre el perdón de las injurias que el párroco, conmovido y vencido, pidió perdón humildemente a todos aquellos a quienes hubiera podido ofender Montfort, aprovechando este ejemplo, dijo a los feligreses:
– Miren, su párroco desea reconciliarse con Uds. Hermanos queridos, Uds. que han vomitado contra él tantas injurias, ¿dudan de perdonarlo también?
A estas palabras, todos estallaron en sollozos, pidieron perdón al párroco y se dieron recíprocamente el beso de paz.


59. «¡ÉSTE SERÁ MÍO!»

Montfort ejercía también un poderoso influjo sobre cada persona en particular. Encontrándose un día en el seminario del Espíritu Santo en París con el fin de reclutar jóvenes para su Compañía de misioneros, fue dando la vuelta lentamente en medio de los seminaristas que lo rodeaban, como queriendo penetrar sus pensamientos. Luego, poniendo su sombrero sobre la cabeza de uno de ellos, dijo:
– ¡Éste será mío!
Efectivamente, este joven se hizo sacerdote y siguió a Montfort.


60. «ALGUIEN ME HACE RESISTENCIA»

En otra ocasión, durante una de sus predicaciones en la capilla de las Hermanas de la Providencia de La Rochelle, sintió que sus palabras encontraban resistencia en alguno de sus oyentes y exclamó:
– ¡Hay alguien aquí que me hace resistencia! Siento que la palabra de Dios regresa a mí. ¡Pero ese tal no se me escapará!
Al terminar la ceremonia religiosa, un joven se le acercó en la sacristía y le dijo:
– Soy yo, Padre, aquel a quien Ud. aludía durante su predicación. Entré ocasionalmente en la iglesia e interiormente planteaba ciertas reservas a sus afirmaciones, cuando Ud. ha leído mi conciencia. 


VI - CONTEMPLATIVO Y PROFETA


61. LA GRUTA DE MERVENT

Durante la misión de Mervent, Montfort escogió en el extenso bosque que cubre parte de la comarca, una gruta natural y apartada para sumergirse en oración durante los intervalos libres de la predicación. Saboreaba allí las delicias de la soledad. Pero la persecución lo siguió incluso al "desierto" y suscitó en contra suya enemigos de parte de las autoridades, bajo el pretexto sin importancia de que había arrancado algunos viejos troncos en una propiedad del Estado, para adaptar la gruta y defenderla de la violencia de los vientos del norte.
Hoy la gruta lleva el nombre de "Gruta de San Luis de Montfort" y congrega cada año a millares de peregrinos y turistas, sobre todo en verano.


62. EL MILAGRO DE LAS CEREZAS

Refiere la tradición popular que cuando el santo se dirigía a la misión de Vouvant, llegó ya de noche, muy cansado, a esa población. Golpeó a la puerta de una buena señora llamada "la niña de Imbert" y apremiado por el hambre le pidió algo de comer.
– ¡Ay de mí!, respondió ella, no tengo nada que ofrecerle.
– Vaya al huerto, encontrará cerezas, le dijo Montfort.
– ¿¡Cerezas en esta época!?, repuso ella.
– Vaya, por favor, insistió Montfort.
La mujer obedeció y volvió fuera de sí: había recogido cerezas que ofreció al misionero. Una vez se fue Montfort, volvió ella a recoger más cerezas, pero todo había desaparecido.


63. EL DESPERTADOR DE LA MISIÓN

De Vouvant, se dirigió Montfort a San Pompain. Era el pleno invierno y los habitantes no se decidían a abandonar el calorcillo del hogar para acudir a la predicación.
El misionero hizo entonces divulgar y entonar un cántico escrito por él para la circunstancia: El despertador de la misión. El pueblo, conmovido por este ardid, acudió en masa a la iglesia y la misión tuvo éxito total. Hasta el párroco fue alcanzado por la gracia.
– Un día, dijo al final de la misión, oí la voz del Hermano Santiago que cantaba: He perdido a mi Dios por el pecado. Fue como un golpe de martillo sobre mi corazón endurecido. Corrí a postrarme a los pies del Padre de Montfort, que tuvo la caridad de escuchar mi confesión general y desde entonces decidí cambiar de vida.


64. ESPÍRITU PROFÉTICO

Cierta mañana, el Padre jesuita que era confesor suyo, le pidió que celebrara la Eucaristía por la curación de la esposa del gobernador de Poitiers que, desahuciada por los médicos, se hallaba a punto de morir.
Una vez terminada la misa, vuelve a donde el confesor y le dice:
– He orado por la enferma, no morirá.
El Padre jesuita conociendo la santidad de su penitente, lo invitó a llevar él mismo la buena noticia.
Montfort obediente se trasladó a la casa de la enferma y le dijo con suavidad y seguridad al mismo tiempo:
– ¡Tranquila, señora!, no morirá de esta enfermedad. Dios quiere prolongar su vida y permitirle que continúe con su caridad en favor de los pobres.
La enferma se sintió repentinamente aliviada. Pronto comenzó la convalecencia y logró luego la perfecta curación.
Dios le concedió doce años más de vida.


65. «PEDRO, ¿DÓNDE TE DUELE?»

Montfort había tomado al servicio de la misión a un joven de nombre Hermano Pedro. De repente fue acometido por una grave enfermedad.
– Pedro, ¿dónde te duele?, le preguntó Montfort.
– Por todo el cuerpo.
– Dame la mano.
– No puedo.
– Vuélvete hacia mí.
– No puedo moverme.
– ¿Tienes fe?
– ¡Ay!, Padre mío quisiera tener más de la que tengo.
– ¿Quieres obedecerme?
– Sí, Padre; de todo corazón.
Poniendo entonces la mano sobre la cabeza del enfermo, el hombre de Dios le dijo:
– Te mando que te levantes dentro de una hora y vayas a servirnos a la mesa.
Así aconteció.


66. «LA MARQUESA NO MORIRÁ»

La marquesa de Bouillé estaba gravemente enferma y, dado que el caso era desesperado, su padre la encomendó a las oraciones del misionero, el cual aceptó ir a visitarla. Apenas entró en el cuarto de la enferma, Montfort se arrodilló delante de un crucifijo. Se acercó luego al lecho de la enferma y permaneció un momento más en oración. Finalmente, volviéndose al padre de la enferma le dijo:
– Señor, no se preocupe, su hija no morirá.
De hecho, muy pronto la enferma recuperará la salud. Dedicará el resto de su vida a las buenas obras. Ella dará a las Hijas de la Sabiduría la primera casa en San Lorenzo sobre del Sèvre, junto a la tumba del Santo.


67. REMONTANDO EL SENA EN BARCO

Cierto día, con su compañero el Hermano Nicolás, se embarcó en un navío que subía el Sena y en el cual se amontonaban gentes de toda condición y, para colmo, carentes de educación. Eran en su mayoría negociantes y gentes que corrían de feria en feria. Su lenguaje era tosco y destemplado.
Montfort comenzó por colocar el crucifijo en la punta de su bastón. Y luego arrodillándose, exclamó en forma que todos lo oyeran:
– ¡Acompáñenme, todos los que aman a Jesucristo!
Carcajadas y gestos de indiferencia fueron la respuesta a esa invitación. Entonces el misionero dijo al Hermano Nicolás:
– ¡De rodillas, recemos el rosario!
Una vez recitadas las primeras cinco decenas, renovó la invitación a todos. Nadie se movió, pero los gritos se fueron calmando poco a poco. Montfort y su compañero prosiguieron la plegaria. Terminadas las segundas cinco decenas, el misionero con voz persuasiva y como transfigurado, repitió una vez más la invitación a orar. La "pandilla" se dio por vencida, y, uno tras otro, todos se postraron y respondieron a la recitación del rosario.
Al final, escucharon también con respeto la palabra de Dios.


68. TANGARÁN, EL USURERO

En una parroquia, no obstante las exhortaciones del misionero, un avaro llamado Tangarán, accediendo a los malos consejos de su esposa, se negaba a quemar ciertos contratos cuya injusticia había demostrado Montfort. Viendo su obstinación, el misionero acabó por predecirle con especial seguridad:
– Tu esposa y tú estáis apegados a los bienes de la tierra y despreciáis los del cielo. ¡Bien!, vuestros hijos van a fracasar: no dejarán descendencia. Y vosotros caeréis en la miseria y no tendréis siquiera con qué pagar vuestro entierro.
– ¡Qué va!, replicó la mujer, ¡algo nos quedará, aunque sean 30 monedas para pagar el redoble de las campanas!
– Y yo os digo, replicó Montfort, que las campanas no doblarán en vuestros funerales.
La predicción se cumplió. Algunos años después, los dos usureros se vieron reducidos a la indigencia y, habiendo muerto ambos el jueves santo –él en el año 1730, ella en 1738– fueron sepultados al día siguiente, viernes santo, día en que no se tocan las campanas.


69. UNA RIÑA DE SOLDADOS

Cierta tarde, pasando por una plaza de Nantes, vio el misionero a algunos soldados que peleaban con unos artesanos. Golpes de ciego y execrables blasfemias capaces de estremecer cielos y tierra, como refiere el mismo Montfort.
El misionero se acercó, se puso de rodillas, recitó un Avemaría, besó la tierra y poniéndose en pie se lanzó en medio de aquellos hombres enfurecidos, que se golpeaban cada vez con mayor ferocidad con piedras y palos, tratando de separarlos. Al conocer la causa del litigio, tomó la mesa de juego, la levantó en el aire y lanzándola contra el suelo la rompió en mil pedazos.
Era una mesa de juego de azar, que todos los días era motivo de disputas y palabras soeces.
Los artesanos, aunque más fuertes, se retiraron. Pero los militares, al ver su mesa hecha pedazos, se lanzaron como leones contra el misionero. Unos lo agarraron por el cabello, otros le arrancaron el manto y lo amenazaron con sus espadas, si no pagaba la mesa.
– ¿Cuánto vale?, preguntó el misionero.
– Cincuenta libras, le respondieron.
– Daría gustoso, les replicó, cincuenta mil millones de libras de oro, si las tuviera, y toda la sangre de mis venas para destruir todos estos juegos, ocasión detestable de disputas y blasfemias.


70. CAMINO DE LA CARCEL

Los soldados exasperados por semejante respuesta, querían darle muerte. Pero uno de ellos disuadió a sus compañeros diciéndoles:
– ¡No le hagamos nada!, ¡ciertamente nos castigarían! Llevémoslo más bien al castillo, a presencia del Gobernador: él nos hará justicia.
Entonces lo cogieron y se encaminaron al castillo para hacerlo encarcelar. Montfort, sin el menor miedo, con la cabeza descubierta y recitando en alta voz el rosario, avanzaba a grandes pasos en forma tal que la escolta lo seguía con dificultad.
Llegaban ya al castillo del Gobernador, cuando uno de los amigos del misionero, informado del incidente, logró calmar y dispersar a los soldados y liberar al prisionero. Que quedó bastante disgustado al verse privado de una alegría por la cual suspiraba hacía mucho tiempo, a saber, la de ser encarcelado por amor de Jesucristo.


71. SANTO, CIERTO, PERO INCOMODO

Luis María de Montfort es un santo. Pero su santidad se manifiesta a veces en forma brusca, como lo acabamos de ver en el relato anterior. Es un santo incómodo, en nada dispuesto a tolerar lo que ofende la gloria y el amor de Dios. No es un hombre de medias tintas: echa el todo por el todo.
Su celo no es siempre comprendido y lo reprochan con frecuencia. Pero él no es persona que se desanime; todo lo contrario, goza en medio de tantas contrariedades.
Al día siguiente del hecho que se acaba de narrar, su amigo, el P. des Bastières, le preguntó si en aquella desafortunada aventura no había sentido miedo de perder la piel o al menos terminar en la cárcel.
– Nada de eso, respondió riendo; hubiera experimentado una inmensa alegría. Estuve en Roma expresamente para implorar del Santo Padre el permiso de irme a países extranjeros con la esperanza de encontrar allí la ocasión favorable de derramar mi sangre por la gloria de Jesucristo, que vertió toda la suya por mí. Pero el Papa me negó esa gracia porque yo no era digno de ella.


72. LECCIÓN CONTRA LA EMBRIAGUEZ

En San Donaciano de Nantes, le informan a Montfort que en una taberna cercana al templo hay música, blasfeman, insultan a quienes pasan con el fin de impedirles que asistan a la misión.
El misionero se dirige a esa tertulia, recita de rodillas un Avemaría. Luego se pone de pie, derriba las mesas y muestra el crucifijo y el rosario a los bebedores. Que estupefactos y rabiosos abandonan en seguida el local dejando que el propietario reciba solo la reprimenda de Montfort.


73. EL ASNO EN EL RÍO

Después de San Donaciano, el santo pasa a predicar a Bouguenais, donde cierto día, mientras hablaba desde el púlpito, interrumpe bruscamente el discurso y exclama:
– ¡Pronto!, dos hombres que vayan a salvar mi asno que se ahoga en el río en las afueras del pueblo.
Algunos de los presentes acuden en seguida y apenas llegan a tiempo para sacar al animal imprudente, quizás demasiado glotón y atraído por los cardos que crecían al borde del río.


74. ABOFETEADOR CONVERTIDO

Pasando a Challans, se detiene a hablar a los habitantes bajo el cobertizo del mercado. Mientras todos le escuchan con atención, algunos vendedores se atreven a gritar:
– ¡Es el loco de Montfort que está hablando!
Los oyentes se precipitan a dar una severa lección a aquellos insolentes. Pero el misionero frena el ímpetu de sus defensores y les anuncia incluso que pronto será agredido una vez más. En efecto, mientras se dirige a la parroquia vecina de San Cristóbal, un hombre se le acerca y le da una bofetada. Y cuando algunos querían atrapar al culpable:
– Déjenlo en paz, ordena Montfort, dentro de poco él mismo vendrá a buscarme.
Algunos días después aquel pecador, impelido por el remordimiento y la vergüenza, corre llorando a confesar sus pecados a los pies del misionero.


75. TABERNA BULLICIOSA

Le llaman a Roussay, parroquia donde reinaba el vicio de la embriaguez.
Montfort transformó a las gentes. Un hombre, sin embargo, se negó a cerrar su taberna, ubicada cerca a la iglesia, durante las funciones religiosas de la misión.
Montfort comenzó a hablar contra la intemperancia en la bebida. Pero mientras el misionero predicaba en el templo, algunos achispados, en la taberna, aullaban canciones obscenas en forma que lograban ahogar la voz del predicador.
Bajó éste del púlpito y se dirigió en seguida a la cantina de mala fama, derrumbó las mesas, reprochó a los bebedores su sacrílega grosería, agarró a algunos por el cuello y los echó fuera. Dos de ellos trataron de oponer resistencia. El misionero los tomó del brazo y los echó a la calle, ordenándoles que no volvieran a entrar y que se cuidaran bien, no les aconteciera algo peor. La lección causó impresión. Los bebedores se retiraron con la cabeza baja, y la tranquilidad volvió a reinar en la cantina.


76. SE EVITA UNA MATANZA

Sucedió en Fontenay. El capitán de los soldados de la guarnición, ingresó en la iglesia mientras Montfort predicaba adelantando la misión para las mujeres. Apoyado en la pila del agua bendita, el capitán, con su gorra puesta, reía y tomaba  rapé. El misionero se le acercó y le pidió amablemente que saliera, entre otras cosas porque la misión estaba reservada a las mujeres. ¡Ojalá no lo hubiera hecho!
El oficial, poco o nada acostumbrado a recibir observaciones, respondió que no saldría y vomitando blasfemias empuñó varias veces la espada y, furibundo, se lanzó finalmente contra Montfort, lo agarró por la garganta y lo habría destrozado con ella de no intervenir en favor del misionero las mujeres que estaban en la iglesia. Entre tanto los soldados, atraídos por los gritos del oficial, entraron en el templo y, por un momento, se pensó que iba a ocurrir una matanza. Por fortuna retornó la calma. Pero el oficial, después de la predicación, esperó a Montfort cerca al cementerio y comenzó a insultarlo de nuevo. El misionero atravesó las filas de los soldados y ninguno se atrevió a tocarlo.


77. BENIGNA SE CONVIERTE

En La Rochelle, durante el curso de unos ejercicios espirituales, predicados en el hospital, la señorita Benigna Pagé, hija del tesorero de Francia, de acuerdo con sus amigas, decidió ir a escuchar al misionero, con la intención de portarse de tal manera que éste la apostrofara públicamente a fin de tener luego motivos para burlarse de él.
Con mundanos atavíos, se colocó precisamente frente al púlpito y adoptó una pose irreverente. Montfort le dirigió una mirada de compasión, se volvió hacia el altar y pidió a Jesucristo la conversión de aquella alma. La predicación que siguió fue muy conmovedora: todos lloraban incluso la frívola mundana. Y su arrepentimiento fue sincero.
Después del sermón, quiso hablar con el misionero y le hizo confesión general de toda su vida. Luego volvió a su casa, pasó la noche ordenando sus asuntos y al día siguiente se presentó al noviciado de las Clarisas.
La penitente, con el nombre de Sor Luisa, vivió y murió piadosamente en el monasterio.


78. LA CASTELLANA BROMISTA

En Villiers-en-Plaine, la castellana fingió seguir la misión, pero sólo por no escandalizar a las gentes del lugar. Montfort tuvo ocasión de encontrarse con ella en la casa de los misioneros, "La Providencia", y también al ir a comer al castillo.
Su conversación edificante y serena logró disipar poco a poco en la mente de aquella mujer todas las calumnias divulgadas acerca del misionero. Ella entonaba a veces canciones frívolas y el santo le hacía observaciones al respecto.
Finalmente, tras escuchar las 64 predicaciones que Montfort había dirigido al pueblo durante la misión, la castellana se convirtió a una vida cristianamente comprometida.


79. EL INCENDIO DE RENNES

Dos años antes de su muerte, el santo hubiera querido evangelizar por última vez a Rennes, la ciudad donde había estudiado de joven.
Trató de conseguir el permiso de predicar, pero todo fue inútil.
Compuso entonces un cántico que constituyó su adiós a la ciudad infiel y fue considerado como una profecía de las desgracias que caerían sobre Rennes. Este apóstrofe a los habitantes, que no experimentaban dificultad en unir sus prácticas religiosas con las costumbres de una vida semipagana, es como una curiosa pintura de las costumbres bretonas de la época. En términos patéticos deploraba su "destino".
       Efectivamente, seis años después de su partida, un devastador incendio que duró diez días y diez noches, devoró gran parte de la ciudad.
Al fulgor de las casas en llamas, los habitantes repetían aterrados:
– ¡Ay!, ¡es precisamente lo que había predicho Montfort!



VII - EL PADRE DE LOS POBRES


80. POBRE ENTRE LOS POBRES

Desde su llegada a Poitiers, poco después de su ordenación sacerdotal, Montfort empezó a reunirse a los pobres bajo los cobertizos y enseñarles el catecismo. Entró un día en la capilla del hospicio, donde permaneció varias horas en oración. Los pobres allí refugiados quedaron admirados y lo pidieron como capellán. El obispo de Poitiers consintió en ello. En aquel hospicio no había reglamento ni comida suficiente, y los pobres, mal cuidados, se quejaban continuamente. Montfort salió a pedir alimento para ellos, quiso que tomaran las comidas en común, les hizo repartir raciones convenientes y se preocupó también de su instrucción espiritual. Él en persona seguía el mismo régimen de los pobres y no rara vez se contentaba con lo que ellos dejaban. Su ejemplo y el reglamento transformaron el hospital en un lugar de orden y de paz.


81. HERÓICO SAMARITANO

Su caridad era grande. Se le vio, por amor a los pobres, alojarse en la celda más miserable del hospital, ceder a un pobre una cobija de su lecho, prestar a los paralíticos los servicios más humildes.
Cierto día encontró en una calle, tendido en el pavimento húmedo, a un pobre infeliz cubierto de úlceras que imploraba la caridad de las gentes. Lo habían rechazado en todos los albergues a causa del mal contagioso que padecía.
Montfort se conmovió. Pero, ¿cómo logró que lo recibieran en el hospicio?
Se presentó a los administradores, les suplicó que le concedieran un hueco aislado en una esquina de la casa y prometió que él solo se ocuparía del enfermo. Conseguido el permiso, lo trasladaron en una camilla miserable y el capellán enfermero venía varias veces al día a traerle alimento y curarle las llagas. Más de una vez se sintió desfallecer, pero no dejó nunca de acudir en su ayuda.


82. HUMILDE ENFERMERO

Entre tanto en el hospital de Poitiers se toleraban de mala gana las reformas introducidas para bien de todos. La persecución obligó al santo varón a partir de allí.
Se dirigió entonces a París y fue a alojarse entre los cinco mil pobres de la Salpetrière, tratando, según su propia expresión, «de hacerles vivir en Dios y morir a sí mismos».
Pero cuando vieron que este sacerdote forastero asumía incumbencias más comprometedoras, brindando a los enfermos los servicios más repugnantes, acudiendo al primer signo de llamada, siempre afable y sonriente en medio de las críticas y de las protestas, insensible a las amenazas y faltas de cortesía, su celo fue considerado por lo menos como inoportuno por aquellos que no se sentían con fuerzas para imitar su ejemplo.
Lo consideraron confusionista y aguafiestas, amigo de novedades y de llamar la atención. Y un día, cinco meses después de su llegada, al sentarse a la mesa, ¡encontró bajo sus cubiertos la orden de partir!


83. EN UN CUCHITRIL

Y de nuevo lo encontraron sin asilo, sin pan y sin amigos. Por fortuna, una comunidad de religiosas, le ofreció de limosna una comida diaria. Encontró alojamiento en un oscuro cuchitril, debajo de una escalera, no lejos del noviciado de los Padres jesuitas.
Únicos objetos a su disposición: un pobre camastro, una escudilla de barro cocido, una estatuita de la Virgen y algunos instrumentos de penitencia. En esta miseria saboreaba las grandes lecciones de la Sabiduría y trataba de comunicarla por carta a María Luisa de Jesús, a quien había dejado dirigiendo el hospital de Poitiers.
Montfort en París se encontró abandonado hasta de sus antiguos directores. Lo rodeaba el desprecio del mundo, pero tenía a Dios consigo y esto le bastaba.

84. «¡ÁBRAN A JESUCRISTO!»

En Dinán, lo mismo que en Poitiers y en Rennes, Montfort estaba continuamente rodeado de una multitud de pobres, a los cuales enseñaba el catecismo y proveía de medios para vivir, acudiendo a los fondos de la divina Providencia.
Una tarde, encontró tendido en tierra en una calle de Dinán, a un pobre cubierto de úlceras y entumecido de frío en tal medida que no tenía ni fuerzas para pedir ayuda. Montfort se le acercó y, al verlo tan abandonado, lo tomó en hombros y lo llevó a la casa de la misión. Pero era ya tarde y la puerta estaba cerrada. El misionero comenzó entonces a golpear gritando:
– ¡Abran a Jesucristo!
Y una vez que entró, se apresuró a depositar en su propio lecho al pobre moribundo. Luego, arrodillado sobre el pavimento, pasó el resto de la noche en oración.


85. LAS CUATRO FIGURAS

En otra ocasión, en una calle del suburbio de San Saturnino, en Montbernage, Montfort encuentra tendido en tierra y abandonado de todos, a un pobre afectado de un mal incurable. Lo toma sobre los hombros, pero ¿adónde llevarlo? En el hospital de  Poitiers no lo reciben porque todas las puertas le están cerradas; por otra parte, no se atreve a imponer a nadie el cuidado de este pobre infeliz. Se acuerda entonces de que en aquellos parajes, en una localidad llamada  "Las Cuatro Figuras", existe una gruta excavada en una colina rocosa que al menos temporalmente puede servir de albergue. Allí acomoda a su enfermo, en espera de encontrarle una morada mejor.
El sitio se convierte en el comienzo de un hospital, confiado más tarde a la Hijas de la Sabiduría.


86. UN POBRE EN CADA FAMILIA

Frecuentemente se acusaba a Montfort de arrastrar en su seguimiento a grupos de miserables vagabundos, que le quitaban el tiempo y agotaban sus recursos.
Durante una misión suya en La Garnache, pidió a cada familia que alimentara a un pobre, mientras él hospedaba a dos de los más repugnantes y les hacía sentar a su mesa.
Así, los pobres no carecieron de lo necesario y pudieron asistir a la predicación, el predicador se vio libre de las preocupaciones de los pobres hambrientos y todos los habitantes tuvieron la oportunidad de realizar una buena acción.


87. BANQUETE EN LA CASA PATERNA

De paso para Rennes, no va a alojarse en la casa de sus padres, sino donde los pobres. Le piden que vaya a almorzar al menos una vez donde su familia. Él acepta con una condición: invitar también a todos sus amigos.
La propuesta parece un tanto extraña. Pero, sea como sea, preparan un gran almuerzo y una mesa amplia.
El día y hora convenidos, Montfort se presenta con una larga procesión de pobres, ciegos y cojos y los sienta a la mesa.
Según su costumbre, había tomado a la letra las palabras del Evangelio.


88. EL BASTÓN EMPEÑADO

Privado de todo, como de costumbre, llegó cierto día a La Rochelle, donde se vio obligado a alojarse en una pequeña pensión, junto con el Hermano Maturín. Sentados a la mesa, su honesto compañero le preguntó:
– Padre mío, ¿quién va a pagar por nosotros cuando nos vayamos?
– No te preocupes, hijo mío, la Providencia proveerá.
A la mañana siguiente, Montfort llamó a su cuarto al dueño del albergue y le pidió la cuenta. Eran doce sueldos.
– No tengo dinero, dijo el viajero, pero le dejo empeñado mi bastón; pronto le enviaré lo que le debo.
El dueño del albergue aceptó. El misionero, por su parte, no sabía siquiera cómo podría pagar la deuda, pero tenía confianza en la Providencia. Dio las gracias cortésmente y se dirigió al hospital, donde celebró la Eucaristía. Una señora, maravillada de su devoción, le hizo una ofrenda.
Con ella saldó la cuenta del albergue y pudo recuperar su bastón de caminante.


89. «¿QUÉ DIRÁ LA GENTE?»

A consecuencia de un viaje a Nantes, el Hermano Nicolás que lo acompañaba, tenía los pies hinchados y ya no podía caminar. Sostenido por su natural energía, el misionero caminaba siempre, sin aparentar fatiga.
En el camino ni un carro, ni un coche disponibles. El santo se ofreció a llevar en hombros a su pobre compañero, pero éste, por humildad o por vergüenza, no aceptó. Montfort lo convenció entonces de que aceptara al menos la ayuda de su brazo. Prosiguieron así hasta la entrada de la ciudad. A medida que se acercaban a ella, los transeúntes eran cada vez más numerosos y observaban con curiosidad y compasión a los dos peregrinos. El Hermano Nicolás se conmovió y dijo:
– Padre mío, ¿qué dirá la gente?
– ¡Hijo mío!, exclamó el misionero, ¿qué dirá el Señor que nos ve?


90. UN ESTUDIANTE TRAMPOSO

Cierto día, encontró por los caminos de Nantes a un joven que le declaró ser un pobre estudiante eclesiástico.
Llevaba puesto un miserable vestido, tenía pálido el rostro, difícilmente se mantenía en pie y parecía reducido a una situación desastrosa. No hacía falta más para conmover al santo. En ese pobre estudiante, acostumbrado a las privaciones, creyó ver a un futuro discípulo suyo y lo invitó a seguirlo.
Prosiguieron el camino.
Cuando llegaron a Rennes, el joven le pidió permiso para visitar a su familia, distante varios kilómetros de allí. El misionero no se opuso y hasta le prestó el mulo que hacía poco había comprado para transportar los utensilios de la misión. Y después... Espera que te espera... No se volvió a saber nada del misterioso estudiante. Pero el mulo –el estudiante había logrado venderlo– fue encontrado algunos meses más tarde y restituido al bueno del Padre de Montfort.


91. PORTERA POCO CARITATIVA

Se presentó en cierta ocasión en casa de unas religiosas de San Brieuc a quienes iba a predicar un retiro espiritual. Antes de entrar envió al Hermano Maturín a pedir de limosna un poco de pan en nombre de Jesucristo para un pobre sacerdote. La portera respondió que el convento no podía dar limosna a todos los pobres que pasaban. Algunas horas después, se presentó Montfort en persona, pero no obtuvo mejores resultados.
La monjita persistía en su negativa, cuando llegó el capellán de la comunidad.
– ¿Qué hace Ud.?, le dice a la hermana, ¿así recibe al director de los ejercicios?
Acudió la superiora, presentó las excusas de rigor e hizo conducir a Montfort a un hermoso aposento, donde le sirvieron a cuerpo de rey. El buen Padre relatando el equívoco de que había sido objeto, recomendó a las hermanas ser más caritativas en el porvenir con cualquier pobre.


92. «¡PERO SI ES MI HERMANO...!»

En un viaje a Saumur, pasó el P. de Montfort por Fontevrault para visitar a una hermana suya religiosa.
Se presentó de incógnito en el monasterio implorando la "caridad por amor de Dios". La portera, que no lo conocía, empezó por hacerle varias preguntas.
– Sólo pido un poco de caridad por amor de Dios –contestaba él como un estribillo a cada pregunta de la buena religiosa–.
Pero no lo atendieron.
Retirándose sin inmutarse, el misionero dijo a la portera:
– ¡Si la señora Abadesa me conociera, no me negaría la caridad que imploro!
Estas palabras, referidas a la Abadesa, alarmaron a todo el convento.
Al oír la descripción del mendigo, la hermana de Montfort exclamó: «¡Pero si es mi hermano!» Enviaron un mensajero detrás de él para presentarle excusas y pedirle que volviera. Pero él respondió:
– La señora Abadesa no quiso ser caritativa por amor de Dios; ahora quiere serlo por amor mío. Se lo agradezco.
Y prosiguió su camino, privándose así de verse con su hermana; pero contento de haber dado una lección de amor a los pobres.


93. «¡HERMANO MÍO...!»

Pasando por Dinán, se presentó a celebrar la Eucaristía en la Iglesia del convento de los Dominicos, donde era religioso su hermano José, encargado de la sacristía.
Montfort reconoció en seguida a su hermano; pero éste no logró reconocerlo a él.
– Hermano mío, ¿podría prestarme ornamentos para celebrar la Misa?, le preguntó amablemente.
El religioso que era sacerdote desde hacía tiempo, se sintió ofendido al oírse llamar "Hermano", y dio al huésped los ornamentos más pobres y dos cabos de cera.
Después de la Misa, Montfort agradeció de nuevo al sacristán:
– ¡Mil gracias, hermano mío!
El religioso, atribuyendo la expresión a falta de cortesía, preguntó al Hermano Maturín, que le había ayudado a misa, cómo se llamaba aquel sacerdote. Tras mucha insistencia, logró saber finalmente que se llamaba Luis María de Montfort.
– ¡Entonces, es mi hermano! –exclamó, y se mostró entristecido por no haberlo reconocido.
Al día siguiente, cuando Montfort regresó para celebrar de nuevo la Eucaristía, su hermano lo abrazó cordialmente y le reconvino por no haberse dado a conocer.
– Pero, ¿de qué te quejas?, le replicó el siervo de Dios, te llamé "Hermano mío". ¿No lo eres acaso? ¿Podía dirigirte una expresión más cariñosa?
El sacristán para reparar lo hecho el día anterior, le hizo celebrar la misa con los mejores ornamentos y contó a todos la virtud del santo misionero.


94. MAMA ANDRÉS

Por la fiesta de Todos los Santos en 1707, Montfort llegó en incógnita a su pueblo natal. Envió al hermano Maturín a la casa de su anciana nodriza, "mamá Andrés", para pedirle hospitalidad por amor de Dios para un pobre sacerdote con su compañero. Mamá Andrés contestó que no acostumbraba recibir desconocidos.
Montfort tocó a otras puertas: recibió la misma respuesta.
Los dos peregrinos tuvieron entonces la idea de dirigirse hacia la choza del más pobre del pueblo. Inmediatamente fueron recibidos.
Después de unos momentos el pobrecillo, fijándose bien en su huésped, reconoció a Montfort y se sintió muy honrado de poderlo hospedar.
Al día siguiente la noticia se divulgó por el todo el pueblo.
Mamá Andrés, con las lágrimas en los ojos, vino para presentar sus disculpas y rogarle de alojarse en su casa. El rechazó la hospitalidad; pero conmovido por su llanto, aceptó el almuerzo que ella le había preparado; pero le dijo:
–¡Mamá Andrés, mamá Andrés! Si anoche te hubiese pedido hospitalidad en el nombre del Sacerdote Montfort, me la hubieras concedido; pero la pedí en el nombre de Jesucristo y me la rechazaste. Esto no es caridad.


95. UN PUÑADO DE HARINA

Un día se presentó a la puerta de una casa para pedir algo de comer. La dueña le contestó:
– ¡Ah! mi buen Padre Montfort, he aquí sobre la mesa el último pan y ya no nos queda más que un puñado de harina.
– Anda –le dijo–, anda, limpia el ático y tráeme pan para mis pobres.
Sus órdenes fueron cumplidas sin saber lo que hubiese pasado. Al día siguiente, volviendo al ático, la mujer se sorprendió al ver una gran cantidad de trigo, suficiente para alimentar a su familia y socorrer a los pobres por muchos meses.


96. ALIMENTADOS DE MILAGRO

Realizó otro prodigio en La Chèze, siempre en favor de sus pobres.
La encargada de la cocina sólo tenía comida en la olla para unas diez personas y Montfort traía consigo todo un centenar. El misionero le ordenó a pesar de todo se dispusiera la mesa. Ella obedeció y todos se saciaron, sin que la olla quedara vacía.
En otra ocasión mandó avisar que llevaría consigo un número considerable de pobres. Le respondieron que no había más que medio panecillo y dos o tres libras de carne.
– No importa, dice Montfort, preparen la comida.
Llegada la hora, el buen Padre dispuso a sus pobres en dos filas en las alamedas del jardín. Cortaron pan y carne para todos y sobró todavía.


97. MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES

Una mañana, entrando en casa del sacristán de Challans, encontró a la hija de éste amasando harina para hacer pan.
– Antes de comenzar el trabajo, ¿piensas en ofrecerlo al Señor?, le preguntó Montfort.
– No siempre, respondió ella.
– No te olvides nunca de ello, añadió él. Y en diciendo esto, como para darle ejemplo, se arrodilló junto a la artesa, oró, bendijo la masa y se fue. Llegando el momento de hornear, se advirtió que la masa se había aumentado al doble, no obstante haber utilizado la misma cantidad que en otras ocasiones.
El sacristán comprendió en seguida a qué debía atribuir semejante prodigio. Feliz y agradecido llevó buen número de aquellos panes a la casa de "La Providencia" para los pobres.


98. FARDO PESADO

Cierto día viajaba Montfort de Angers al Monte San Miguel en la costa atlántica, a visitar el célebre santuario.
Alcanzó a lo largo del camino a un pobre mendigo, que avanzaba bajo un pesado fardo. Se ofreció inmediatamente a ayudarlo y tomó sobre sus hombros toda la carga.
Llegados a una pensión, Montfort pidió albergue para sí y para su compañero de viaje. Al ver al pobre haraposo el dueño del albergue puso dificultades y sólo se decidió a hospedarlos, cuando el misionero garantizó el pago de ambos.


99. LA PRIMERA HIJA DE LA SABIDURÍA

Una hermosa mañana de 1702, una joven de 18 años se arrodillaba en el confesionario de Montfort. Quien, para comenzar, le dirigió esta extraña pregunta:
– Hija mía, ¿quién te envía a mí?
– Mi hermana, respondió ella.
– No, replicó el misionero, no fue tu hermana sino la Virgen María.
Aquella joven se llamaba María Luisa Trichet. Era hija de un alto magistrado de Poitiers.
El día anterior, su hermana, tras escuchar una predicación de Montfort, volvió a casa diciéndole:
–¡Si supieras la belleza de sermón que acabo de oír! ¿Sabes? El predicador es de verdad un santo.
La madre de María Luisa entre tanto, conocedora del hecho, se quejó a su hija y le dijo:
– Si te confiesas con ese sacerdote te volverás loca como él.
El diálogo entre Luisa y Montfort prosiguió. Algún tiempo después, ella recibió del misionero el hábito religioso con el nombre de María Luisa de Jesús. Tras superar múltiples obstáculos, se convirtió en gran colaboradora de Montfort para la fundación de las Hijas de la Sabiduría, destinadas a abrir escuelas y asilos y a socorrer a los pobres en sus necesidades.


VIII - EL AMIGO DE LA CRUZ


100. AMOR A LA CRUZ

Jesús mostró su amor infinito a los hombres sufriendo y muriendo por ellos en la cruz. Los hombres, por su parte, no pueden mostrar mejor el amor a Jesucristo que llevando con amor la cruz en seguimiento suyo.
Para recordar esta doble verdad y ponerla incesantemente ante los ojos de los creyentes, el P. de Montfort plantaba por todas partes la cruz y se esforzaba por difundir en los demás el amor a ella.
El mismo estaba lleno de la cruz. Suya es esta increíble afirmación: «¡Qué cruz, estar sin cruz!» Escribió una célebre Carta Circular a los Amigos de la Cruz, como deberían llamarse todos los cristianos.


101. RECUERDO DE LA MISIÓN

No daba ninguna misión sin coronarla con la erección de una cruz.
Llegando el día de esta ceremonia, toda la región amanecía de fiesta: se adornaban las calles, se desplegaban al viento los estandartes, durante la procesión se cantaban himnos sagrados. Los cargueros, casi siempre descalzos, llevaban en hombros la cruz de la misión.
Cuando la enarbolaban sobre el sitio más hermoso de la comarca los ojos de todos se volvían hacia ella. Y el misionero en un inflamado sermón delineaba las enseñanzas y deberes de los fieles.
Montfort hacía poner a menudo en esta cruz pequeños corazones de algodón dorado que representaban a las familias de la parroquia y eran un símbolo de amor a Jesucristo. Pero Montfort no se contentaba con plantar la cruz en las colinas, la "plantaba" ante todo en los corazones.


102. LA CRUZ Y EL TRIUNFO

En Vertou, parroquia cristiana, la misión era seguida con fervor extraordinario. El misionero que acompañaba a Montfort tuvo dificultad en retenerlo: el santo quería partir diciendo que no realizaría bien alguno en este lugar por no encontrar en él ninguna cruz.
Poco antes había estado en la parroquia de La Chevrolière, donde las humillaciones, la enfermedad, las dificultades de todo género habían puesto de relieve su indómito valor.
En medio de tantas tribulaciones, lo habían visto radiante de gozo abrazar afectuosamente al párroco que había tenido no pequeña parte en esa avalancha de cruces, prometiéndole recordarlo con cariño durante toda la vida.


103. VENENO Y CONTRAVENENO

Furiosos al ver que se les escapaba la ciudad de La Rochelle, los calvinistas habían decidido cerrar para siempre la boca al misionero. Una mañana después de la predicación, hicieron poner veneno en una bebida destinada a él. Montfort se dio cuenta inmediatamente después de tomar la bebida letal y acudió a un contraveneno. Su robusta constitución logró resistir, pero quedó herida a partir de este momento.
Su salud irá languideciendo poco a poco.
A causa de este percance, el santo tuvo que padecer horribles dolores intestinales. Para colmo, un absceso puso en peligro su vida. Llevado al hospital de La Rochelle, fue necesario acudir a la operación que, conforme a la medicina de la época y contando con la habilidad y pericia de los médicos, tuvo que hacerse sin el alivio de los calmantes y la anestesia que ofrece la ciencia moderna.
En medio de los sufrimientos más atroces tenía el valor de cantar «¡Viva Jesús, viva su cruz!».


104. EL CANTO DEL GALLO

No contento con recibir con amor las cruces que Dios le enviaba. Montfort afligía su cuerpo con toda clase de penitencias. A veces se aplicaba disciplina antes de subir al púlpito, diciendo jocosamente a quienes le reprendían por tales excesos: «El gallo no canta bien sino cuando mejor se ha azotado con sus alas».
Tenía por costumbre ayunar miércoles, viernes y sábado y en los otros días comía muy poco.
Por temor a no sufrir lo suficiente, había encargado al Hermano Nicolás darle disciplina. Lo llevaba consigo con esta condición.
105. EL CALVARIO DE PONT-CHÂTEAU
   
Hacía largo tiempo acariciaba Montfort la idea de construir un monumental Calvario en honor de Jesús crucificado.
Para realizar su proyecto, eligió la llanura de Pont-Château, en las cercanías de Nantes. Su poderosa elocuencia reunió trabajadores de todas las comarcas, para levantar una especie de montaña artificial, en cuya cima debía enclavarse la cruz; trabajaban cantando himnos sagrados, con gran desinterés y espíritu de fe.
Cuando todo estaba listo, llegó de improviso una orden del rey Sol que prohibía la bendición del Calvario y ordenaba la demolición del mismo.
Esta humillación fue en verdad una pesadísima cruz para el misionero. Que se retiró a casa de los padres jesuitas para hacer sus ejercicios espirituales.


106. NUEVO HÉRCULES

¡Cuántas veces debió nuestro santo sentir que se le estrechaba el corazón al recordar su calvario de Pont-Château!
Resolvió poner a salvo al menos las estatuas, arrinconándolas en un cobertizo en espera de tiempos mejores.
Dos carros espaciosos las transportaron hasta las riberas de Loira. Pero, ¿cómo pasarlas de los carros a la barca alquilada por el misionero para trasladarlas a la otra orilla?
El santo lo remedió todo con sus hercúleas fuerzas. Fue tomando una a una las pesadas estatuas de madera de roble y sumergiéndose en el agua y el fango del río hasta la cintura, las fue llevando a la barca.
Las depositaron en el hospital de incurables de Nantes. Donde permanecieron hasta 1748, fecha en que las colocaron definitivamente en el Calvario reconstruido de Pont-Château.


107. «DÉJENLOS ORAR...»

Vivo permaneció en las poblaciones evangelizadas por Montfort el recuerdo del bien que realizaba en ellas. Lo demuestra, entre otros, el hecho siguiente, acontecido unos 80 años después de su muerte, durante la Revolución francesa.
En Fontenay, donde en 1715 Montfort había erigido una cruz en recuerdo de la misión, se enfrentaban dos ejércitos: el revolucionario y el cristiano.
Cuando se dio la señal de combate, el general del ejército católico recibió la noticia de que muchos hombres, demorados en el cumplimiento de sus devociones a los pies de la cruz de Montfort, no estaban aún en línea de combate.
– Déjenlos orar, dijo entonces, combatirán mejor después.
En efecto, una vez terminada su oración, con movimiento rápido, saltaron como leones, y su soberbio arrojo decidió la victoria.





108. VIVE CON MARÍA

El aspecto más conmovedor de la vida de Montfort fue la grande, sentida y perfecta devoción que tuvo a la Virgen María.
En su Tratado de la Verdadera Devoción a María, declara haber leído casi todos los libros escritos hasta entonces acerca de la Virgen y haber conversado sobre el argumento con los personajes más santos y sabios de su tiempo.
El filial abandono a la Virgen santísima, ya patente en él cuando estudiaba en Rennes y París, no hizo sino crecer más y más a través de su vida.
En sus misiones invitaba a todos a consagrarse a Jesús por las manos de María, a fin de vivir con mayor fidelidad las promesas del santo Bautismo. Montfort vivió constantemente en comunión de amor con María, restauró sus capillas y sus iglesias, esculpió imágenes suyas, difundió la recitación del rosario, compuso cánticos en su honor y publicó por todas partes las virtudes y bondad de la Reina del cielo.


109. PEREGRINO MARIANO

El peregrino o el turista que en nuestros días visitan los más célebres santuarios marianos del mundo, pueden con frecuencia encontrar una gran estatua que representa a san Luis María, vestido de peregrino, con una mano apoyada en su bastón de caminante coronado con una estatuilla de la Virgen y llevando en la otra mano su largo rosario. Ejemplos, Lourdes, Fátima, Banneux, Beauring, Washington... En realidad, Montfort gustaba de peregrinar a los santuarios marianos y dedicar largas horas a acompañar a la Virgen.
Con frecuencia exclamaba:
– Amada Madre mía, ¿cuándo tendré el consuelo de verte, ya no en imagen sino en la realidad? Por mí mismo te debo más reconocimiento que el mundo entero. Sin ti me habría perdido hace largo tiempo.


110. NO OLVIDAR EL ROSARIO

Propagaba el rosario en todas partes. Las regiones que evangelizó han conservado la piadosa costumbre de recitarlo en público, en la iglesia, en la humilde capilla del poblado o en el hogar doméstico. El mayor disgusto que le podían causar era el abandonar el rezo del rosario.
Pasando por Vallet, donde había predicado una misión, rechazó las invitaciones de quienes querían volverlo a ver en esa parroquia:
– No, no iré, les dijo: ¡han abandonado mi rosario!
Se servía de esta arma para convertir a los pecadores, que no podían resistirle nunca, decía él, una vez había logrado echarles al cuello su rosario.


111. DESDE LAS REJAS DEL JARDÍN

En Roussay, Montfort dijo cierto día a un campesino que fuera a verlo en la casa de La Providencia. Acudió el hombre a la cita. Pero vio al misionero conversando en el jardín con una señora de belleza fulgurante. Lleno de respeto, se contentó, con observar tan extraordinaria maravilla a través de las rejas del jardín y se marchó.
Volvió el campesino a la mañana siguiente. El jardín estaba desierto. Logró saber que el misionero estaba en su cuarto del primer piso que daba al patio. Antes de entrar observó por el hueco de la llave y contempló el mismo espectáculo que el día anterior.
Persistió en volver al tercer día y encontró finalmente al siervo de Dios, que le interrogó sobre el motivo de su retraso. El buen hombre le contó lo que había visto.
Montfort, con la certeza de tener frente a sí una persona de alma pura por haber visto a la Virgen, le pidió silencio y le permitió comulgar.


112. EL MONAGUILLO CURIOSO

En San Juan de Fontenay, tardaba cierta mañana el misionero en acudir a la celebración de la Eucaristía. El monaguillo que debía ayudarle fue corriendo a la casa de La Providencia y golpeó a la puerta del cuarto del hombre de Dios. Nadie respondió. Se arrodilló entonces para mirar a través del hueco practicado en la puerta para que pasara el gato de la casa. Vio a una hermosa señora, un tanto levantada del suelo, que conversaba con el santo. Mudo de admiración, regresó a la iglesia, a donde el Padre no tardó en llegar también.
Viendo que el monaguillo lo miraba estupefacto, le preguntó: ¿Qué te pasa que me miras así, esta mañana?
El pequeño le contó cuanto había visto.
– Bien, hijo mío, le replicó el santo; eres dichoso, tienes un corazón puro.
Trazó en la frente del niño la señal de la cruz y añadió:
– ¡Irás un día al paraíso!


113. TRANSFIGURADO

El día de la Candelaria de 1715, en la iglesia de los Dominicos de La Rochelle, donde tantas personas se habían convertido al escuchar sus sermones, le invitaron a predicar sobre Nuestra Señora.
Habló con tal entusiasmo que la Virgen, por su parte, quiso también exaltar a su apóstol. Mientras hablaba, su rostro se transfiguró. Despedía rayos luminosos que, envolviéndole como una nube, lo ocultaban a la mirada de los fieles presentes en la iglesia, de suerte que sólo se le reconocía por el sonido de su voz. Este prodigio hizo mucho ruido.
Un hombre favorecido con tales dones no podía menos que ser un santo. Cada uno lo decía instintivamente y todos acudían a él.


114. DE PASEO CON LA VIRGEN

Cuentan que en Landemont, diócesis de Angers, una mujer madrugó a confesarse con el misionero. Pasando cerca del jardín de la parroquia, vio que Montfort se paseaba por la alameda en compañía de una señora blanquísima y resplandeciente de luz.
Cuando manifestó a Montfort su admiración por este suceso, él le respondió:
– No necesitas confesarte, eres más santa que yo, pues has visto a aquella a quien yo solamente escuchaba.


115. AYUDA INESPERADA

La señorita de Guihanene, directora del hospital San Juan, en Guérande, contó que habiendo ido a San Similiano para participar en la misión que predicaba Montfort, una tarde se sintió fatigada y a punto de desmayarse de debilidad, pues estaba en ayunas y no llevaba consigo provisión alguna.
No atreviéndose a manifestar su situación a las personas que la rodeaban, se sentó en una piedra fuera de la iglesia, esperando el momento del siguiente ejercicio.
Pasados algunos momentos, vio a una señora modestamente vestida pero de porte diferente y rostro amable y radiante, que le ofreció un panecillo diciéndole:
– Toma, hija mía, cómete este pan, y desapareció en seguida.
La Virgen María había acudido en ayuda suya.
La buena mujer afirmó que nunca había comido pan tan sabroso.


116. ESCRITOR MARIANO

Para entender un tanto lo grande que era el amor de Montfort a María, hay que leer sus cánticos en honor de la Virgen, todos ellos llenos de suaves acentos de piedad filial.
Es preciso, además, leer El Secreto de María, en el que presenta en pocas páginas el camino más fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a la santidad: “Ir a Jesús por María”.
Más aún, hay que leer el célebre Tratado de la Verdadera Devoción a la Virgen María, en el cual el santo transmite su mensaje mariano, fruto de su experiencia y base de su apostolado misionero. En él señala la consagración y entrega total de sí mismo a María como la mejor y más perfecta forma de amarla, a fin de pertenecer más plenamente a Jesucristo.
Explica esta maravillosa doctrina con admirable elocuencia en páginas dignas de que toda alma deseosa de amar perfectamente a Jesucristo y a su santísima Madre las lea y medite.



X - EDUCADOR Y MAESTRO


117. APÓSTOL DE LA ESCUELA

Montfort es conocido universalmente más como apóstol de María y misionero que como educador. Pero como hombre realista y perspicaz que era, consideró que el resultado mismo de sus misiones, no sería duradero, si no se educa cristianamente al niño. Por ello, una de sus mayores preocupaciones fue la de proveer a la educación cristiana de la juventud, fundando donde era posible, escuelas gratuitas y dotándolas de maestros cristianos y religiosos.
Fue casi contemporáneo del gran educador san Juan Bautista de la Salle y de otros fundadores de congregaciones enseñantes, fundadas a fines del reinado de Luis XIV. Compartió su solicitud en forma mucho más sentida, cuanto que él mismo pudo constatar, en sus viajes apostólicos, la ignorancia y abandono en que crecía la juventud.


118. VOCACIÓN DEL HERMANO MATURÍN

Un joven de 18 años, atraído por la predicación de un padre capuchino, había ido a Poitiers con el propósito de hacerse fraile.
La primera iglesia que encontró, al llegar a la ciudad, fue la de los Penitentes. Entró en ella y rezó el rosario con gran devoción. Montfort se le acercó y le preguntó:
– ¿Quién eres?
– Soy Maturín Rangeard; he venido a Poitiers para entrar en la orden capuchina.
Como iluminado por una intuición celestial, Montfort le dijo:
– Hijo mío, la Providencia te ha traído a mí. ¡Acompáñame en las misiones!
El joven se levantó y lo siguió. Fue su compañero inseparable y el continuador de su apostolado con los niños durante 50 años.
Murió en 1759 en San Lorenzo del Sèvre.


119. ESCUELAS PARA MUCHACHOS

Montfort no podía ignorar la importancia de la escuela cristiana, semillero de la Iglesia, salvaguardia de la fe y de la moral católica.
En las parroquias en las cuales combatía sus batallas, propuso establecer escuelas para perpetuar los frutos de las misiones.
«La ocupación principal de Montfort, refiere su contemporáneo Grandet, era fundar, en el curso de sus misiones, escuelas cristianas para niños y niñas».
Concedió un sitio cada vez más amplio al apostolado de la escuela, porque la experiencia le había demostrado que los efectos de la misión se mantenían «durante mucho tiempo más en los lugares por donde él había pasado que en los lugares donde habían trabajado otros misioneros, porque él utilizaba medios mucho más eficaces para perpetuar el fruto de sus misiones mediante las escuelas gratuitas».


120. PROYECTO Y REALIDAD

En La Rochelle, Montfort tenía en el obispo, mons. Champflour, un amigo y un protector decidido. En esa ciudad pudo desplegar su ardor apostólico y sus cualidades de organizador.
La Rochelle era una ciudad importante, centro todavía de la herejía calvinista. Había allí bandas de niños desamparados.
Por ello, eran necesarias escuelas permanentes y bien organizadas.
Montfort se puso a la obra: preparó pronto un proyecto que el obispo aceptó en su totalidad a comienzos de 1714.
El prelado, después de escucharlo con el mayor interés y previendo el inmenso bien que de él se seguiría, lo comprometió a ponerlo en marcha en seguida. Y prometió proveer él mismo a los gastos necesarios.


121. MANOS A LA OBRA

Montfort pensó en la adquisición de edificios, dirigió los trabajos de adaptación y transformación y en breve dio comienzo a las escuelas, confiando los niños a los Hermanos Domingo, Felipe y Luis, y las niñas a dos Hijas de la Sabiduría, María Luisa y Catalina.
Fuera de los maestros y maestras puso también al frente a un sacerdote como capellán estable. Acudieron inesperadamente multitudes de niños y niñas y todos fueron acogidos gratuitamente. Fue éste un punto en el cual el misionero insistió mucho. Así, decía, no habrá excusas a la negligencia de los padres en materia de educación.
El misionero proveyó a la organización y funcionamiento de las escuelas, con la competencia propia de un profesional, «como si hubiera pasado toda la vida enseñando».


122. GUÍA ATENTA Y DILIGENTE

Montfort estableció la organización de los alumnos en las aulas, los bancos y el anfiteatro, a fin de que el maestro pudiera ver de un solo vistazo a todos los escolares.
Montfort mismo, añaden los biógrafos, durante su permanencia en La Rochelle y en el intervalo entre una misión y otra, iba todos los días a la escuela a adiestrar a los maestros en su método de enseñanza.
La bendición del Señor descendió en abundancia. Toda la ciudad quedó maravillada ante la rápida transformación realizada en la población gracias a aquellas escuelas.
Montfort expresó su alegría a los maestros y maestras en estos términos:
– ¡Bendito sea Dios, gracias a la fidelidad de Uds.!


123. EL AMIGO DE LOS NIÑOS

Montfort amó a los niños. Más que una caricia o una palabra amable a uno u otro, los instruyó y educó.
Ya de seminarista y luego como sacerdote, se complacía en verse rodeado por muchedumbres de niños, que reunía en torno a sí mismo para enseñarles el catecismo y bendecirlos.
Para mantenerlos en la práctica de la vida cristiana, organizaba para ellos pequeñas "sociedades", asociaciones y agrupaciones juveniles, con el fin de estimularlos a mejorar más y más y atraer al buen camino a los compañeros menos buenos.
Para ellos fundó escuelas, trazó reglamentos, ensayó nuevos métodos. Una de las últimas palabras escritas por su mano moribunda, se refiere a la misión confiada a sus Hermanos, de proseguir la obra de las "escuelas gratuitas".


XI - FULGORES DE SANTIDAD


124. AMOR

Todos los santos han amado mucho al Señor. Pero Montfort se distingue entre todos por la sencillez y, al mismo tiempo, por la grandeza de su amor. Dios hecho hombre y muerto en la cruz, Dios presente en el tabernáculo, se convierte en objeto de todos sus pensamientos y afectos. "¡Sólo Dios!" era su lema.
Las frecuentes visitas a las iglesias, las largas oraciones ante el altar del Señor marcan su vida.
Experimenta una profunda pena cuando halla descuidada y en ruinas la casa de Dios.
En uno de sus cánticos, Montfort constata con tristeza:
       «Suspiremos, gimamos, lloremos tristemente:
       Cristo es abandonado en su gran Sacramento...,
       la iglesia está olvidada y el altar expoliado...,
       una hora en el templo parece un año entero...»


125. RESTAURACIÓN DE IGLESIAS

En muchas parroquias encontraba a menudo la iglesia en ruinas, sucia, carente de todo. Movilizaba entonces una hilera de trabajadores, se ponía a la cabeza de los mismos y en pocos días la iglesia quedaba restaurada, blanqueada, decorada. El pueblo maravillado, emprendía de nuevo, lleno de gozo, el camino de la casa de Dios.
Montfort no podía soportar el descuido del lugar santo. Todo debía estar pulido, todos debían tener en la iglesia un comportamiento decoroso y devoto.
Los que irrespetaban la santa presencia de Dios sentían caer sobre sí desde el púlpito apóstrofes y reproches.


126. CASA DE ORACIÓN

En un viaje a Normandía, el santo llegó un sábado a una iglesia y quiso celebrar la Eucaristía.
Subió al altar. Pero su recogimiento fue interrumpido más de una vez por la falta de sosiego de los niños y personas que entraban y salían del templo.
Terminada la Misa, se volvió a los fieles y con graves palabras les recordó el respeto debido al lugar santo.
La exhortación agradó al párroco, que ya había admirado la piedad del celebrante y lo invitó también a almorzar y a quedarse hasta el día siguiente para darle ocasión de predicar durante la celebración dominical.
Al momento de despedirse, el párroco trató en vano de saber su nombre:
– ¿Qué significa mi nombre?, observó. Soy un pobre sacerdote que corre por el mundo con el fin de salvar a alguien.


127. LA MISA DE UN SANTO

Durante una breve estadía de Montfort en el seminario de Lucon, una mañana, el monaguillo observó que durante la misa, apenas pasada la consagración, el santo se quedaba inmóvil, con las manos juntas, interrumpiendo la celebración. Pensó el ayudante que se trataba de una distracción, e intentó llamarle la atención al celebrante desde una esquina del altar. ¡Inútil!
El misionero parecía privado de los sentidos, absorto en una visión celestial.
El seminarista abandonó la iglesia y salió a contar que hacía más de media hora que Montfort había llegado hasta la consagración, pero que a partir de ese momento se había detenido y que él no sabía si el celebrante estaba vivo o muerto.
Enviaron a la capilla a otro seminarista que encontró al celebrante en la misma actitud y se vio obligado a tirarlo del borde de la casulla para hacerlo volver en sí. El misionero había pasado tres cuartos de hora en éxtasis.


128. LA ÚLTIMA LLAMADA

En la población de San Lorenzo del Sèvre, oyó Montfort la última llamada.
El santo sacerdote había llegado allí para iniciar una misión.
Estaba muy cansado y debilitado. No quiso, sin embargo, ahorrarse nada. Se impuso más bien mucho trabajo para preparar la parroquia a la visita del obispo de La Rochelle, que debía tener lugar el 22 de abril.
La solemne procesión que organizó para recibir dignamente al Pastor de la diócesis fue causa de su última enfermedad.
Obispo y clero quedaron admirados de la organización, el orden y éxito de toda la ceremonia.
Pero el pobre misionero, agotado, no pudo terminar su sermón y fue obligado a guardar cama, con el pecho oprimido y el escalofrío de la fiebre.
Por la tarde, después de vísperas, haciendo un supremo esfuerzo, se levantó para subir una vez más al púlpito. Estaba pálido y su voz era apenas audible.
Volvió a su lecho, para no levantarse más.
Comprendió en seguida que había llegado su fin. Se confesó y recibió los sacramentos de los enfermos de manos del obispo.



129. «VAMOS, VAMOS, AMIGOS...»

La noticia de su grave enfermedad hizo acudir gentes de todas partes.
En pequeños grupos entraban a su cuarto. Se oía sólo la respiración ansiosa del moribundo. De repente se sentó y con el crucifijo, fiel compañero suyo en todas sus misiones, bendijo a los presentes.
Recogió sus últimas fuerzas y entonó uno de sus cánticos.
       Con corazón contento y rostro alegre,
       vamos, amigos, vámonos al cielo;
       por más que en este mundo atesoremos,
       el cielo vale más.
Luego rechazó al demonio tentador:
– En vano me asaltas: estoy entre Jesús y María. He terminado mi carrera. ¡Ya no pecaré más!
Y se durmió plácidamente en la muerte de los justos. Era el 28 de abril de 1716. Tenía 43 años.

130. GLORIFICACIÓN

Muy pronto su santidad se divulga por todas partes y los milagros se multiplican en su tumba. La Iglesia, después de los procesos acostumbrados, eleva a Montfort al honor de los altares.
El 22 de enero de 1888, León XIII lo proclamó beato. El 20 de julio de 1947, Pío XII, en solemne ceremonia de canonización, lo declara santo.
Su estatua gigantesca, colocada entre las de los fundadores de congregaciones y órdenes religiosas, contempla a los peregrinos desde un nicho de la nave central de la basílica de San Pedro en Roma.
Sobre su tumba, venerada en la basílica de San Lorenzo del Sèvre –Francia– se congregan continuamente multitudes suplicantes.
El santo responde a sus plegarias alcanzando gracias señaladas y numerosas.
Y les recuerda a todos su mensaje: Buscar a Dios sólo, seguir a Cristo Sabiduría, consagrarse a María repitiéndole: «¡Soy todo tuyo!»


XII - ¿QUIÉN PROSEGUIRÁ SU OBRA?

Muchos cristianos esparcidos por el mundo viven la espiritualidad de San Luis María de Montfort. En especial, la LEGIÓN DE MARÍA y los GRUPOS DE ASOCIADOS MONFORTIANOS consideran a Montfort como su maestro espiritual.
Algunos institutos religiosos y asociaciones aseguran la supervivencia y prolongación del compromiso misionero, caritativo y educativo del santo.    

131. LOS MISIONEROS DE LA COMPAÑIA DE MARÍA
   
Montfort imploró con oraciones y gemidos desde el año 1700 a los Misioneros de la Compañía de María, sacerdotes y hermanos, se hallan en las cinco partes del mundo.
Se dedican a la proclamación de la Palabra de Dios, dando preferencia a las misiones populares para «renovar el espíritu cristiano entre los cristianos» (Montfort). Su servicio a las iglesias locales en la patria y en el extranjero tiende a despertar en las conciencias los compromisos bautismales y conservar la fidelidad a ellos mediante la consagración total a María.

Casa Generalicia:
Viale dei Monfortani, 65
00135 - Roma (ITALIA)
Tel. 06.305.23.32

Casa del Delegado de Perú:
Jr. Pacasmayo 566 - Lima 01 (PERÚ)
Tel. 425.1228  

Seminario Mayor Monfortiano:
Av. Colonial 426 - Lima 01 (PERÚ)
Tel. 425.0336  

132. HIJAS DE LA SABIDURÍA

   
Las Hijas de la Sabiduría, como el Fundador y la Cofundadora, Madre María Luisa de Jesús, desean continuar hoy en el mundo el compromiso de ser «el Evangelio del amor de Jesucristo». Viven el misterio de la salvación inserto en la Iglesia, y con la Iglesia proclaman a la sociedad contemporánea,  trastornada por el consumismo y las ideologías materialistas, la "sabiduría" del desapego de los bienes de la tierra, la "sabiduría" del don gratuito; la "sabiduría" de la libertad por medio de la única obediencia al Padre.
Sus actividades son diversas y alcanzan a los pobres. Para que su "ser" sea ante todo "sapiencial", intensifican los momentos de oración en unión con la Virgen, a la cual se consagran para realizar un apostolado más fecundo, más profundo e ilimitado.

Casa Generalicia:
Via dei Casali di Torrevecchia, 16
00168 - Roma (ITALIA)
Tel. 06.627.86.46  
Casa Provincial en Perú:
Av. J.C. Mariátegui 267
Jesús María - Lima (PERÚ)
Tel. 471.564

133. HERMANOS DE SAN GABRIEL

Constituyen una congregación religiosa de Hermanos enseñantes en continuidad con el grupo de Hermanos reunidos en torno a Montfort para cooperar con él en las misiones y especialmente en las "escuelas gratuitas". Reorganizados por el P. Gabriel Deshayes, después de la revolución francesa, fueron reconocidos en Francia por decreto de Napoleón III, en 1853, con el nombre de Hermanos de la Institución Cristiana de San Gabriel.
Se empeñan en la evangelización y en la educación integral de la juventud, mediante toda clase de escuelas –de primaria a secundaria–, de institutos técnicos y profesionales de enseñanza universitaria. En respuesta a las exigencias de la Iglesia y del mundo contemporáneo, se abren a obras de restauración y promoción social y brindan en todos los continentes un servicio concreto a las jóvenes iglesias misioneras.

Casa Generalicia:
Via Trionfale, 12.840
00135 - Roma (ITALIA)
Tel. 06.303.590.01

En Perú:
Parroquia S. Luis de Montfort
Carretera Central km 19
La Era - Chosica (PERÚ)    

134. LAS MISIONERAS DE MARÍA  

Las Misioneras de María, Reina de los Corazones, han surgido en nuestro tiempo y se han organizado en asociación secular de personas consagradas a Dios en el mundo.
Desarrollan un calificado trabajo profesional y viven la espiritualidad monfortiana, actualizándola para nuestro tiempo. Colaboran en la misión popular y en varias formas de pastoral en la patria y en el extranjero.

Casa Generalicia:
Via G. Fondulo, 62 sc.B - int.6
00176 - Roma (ITALIA)
Tel. 06.217.03.221

En Perú:
Jr. San Martín 564/5
Magdalena del Mar - Lima 17 (PERÚ)
Tel. 263.4052

Para el futuro, ¿quién de Uds. quiere dar una mano a la Familia Monfortiana (Misioneros Monfortianos, Hijas de la Sabiduría, Hermanos de San Gabriel, Misioneras de María) a fin de continuar la obra apostólica de San Luis de Montfort?


Estimado lector, basta por ahora. Concluyamos. Se ha ido desplegando ante tus ojos una serie de hechos maravillosos. ¿Te agradaron?
¿Qué "florecilla" te interesó en forma especial?
¿Qué idea te has formado de este hombre extraordinario, a través de estos relatos?
Montfort vivió sólo 43 años y, sin embargo, ¡qué trabajo tan gigantesco realizó en tan corto tiempo! ¡Y con frecuencia él solo!
Ciertamente no te lo he contado todo. Pero creo que lo que has leído es suficiente para que comprendas el "estilo" de su vida, el carácter de su santidad.
A propósito, antes de cerrar el libro, ¿quieres oír todavía una última "florecilla"? Ella es una invitación y augurio para seguir al santo.    

135. EL LOIRA SE DESBORDA  

En Francia el invierno de 1710 fue excepcionalmente húmedo y frío.
Un día trágico, el Loira, un río muchas veces caprichoso y de orillas arenosas, se salió de sus diques. En pocas horas los barrios principales de la ciudad de Nantes quedaron anegados bajo la furia de las aguas. Y el suburbio de Bièse quedó totalmente sumergido. Sólo se veían los techos de las casas por encima de las olas. Los habitantes se habían refugiado en las azoteas. Pero habiendo escapado a la furia del río, eran ahora presa del hambre.
Se temía por su trágica suerte. ¿Cómo llevarles provisiones?
El Loira se había convertido en un mar embravecido, surcado por corrientes impetuosas, cuyo aspecto aterraba a los más valientes.
Mezclado con la multitud, Montfort oía de lejos, entre el fragor de la corriente que golpeaba contra los muros derruidos, los gritos de los agonizantes. Para salvarlos, resolvió arriesgar la propia vida.  

136. «¡SÍGANME!»  
Montfort comienza por recoger víveres. Pero no es suficiente. El hombre de Dios busca marineros. Les hace presente que sus conciudadanos y amigos, quizá parientes, están a punto de perecer y que no pueden –ellos que saben manejar los remos– dejarlos desamparados.
– ¡Pongan su confianza en Dios!, ¡Uds. no van a perecer!, se lo aseguro. ¡Síganme!
Y salta a una de las pocas barcas que el río ha respetado.
Tanta seguridad arrastra a los más tímidos. Se embarcan las provisiones. Los lobos de mar toman los remos y bogan con mil precauciones tras la barca del misionero.
Toda la ciudad se halla en el muelle y sigue angustiada los movimientos de la "flotilla", a veces inmóvil contra la corriente, a veces llevada desde el fondo del vórtice hasta la cresta de las olas en una horrible danza tempestuosa.  

137. ¡TODOS A SALVO!
   
       Atraviesan los puntos peligrosos y, después de mil peripecias, se acercan a las casas en peligro. Se trata de descargar las provisiones. Las lanzan inmediatamente a través de los tragaluces de los techos: panes y carne con sal. Luego, cambian de rumbo para volver al punto de partida. Hay que atravesar de nuevo la zona de los vórtices y exponerse a las ráfagas, que levantan a lo largo del río las olas en montañas agitadas.
Gracias a la sangre fría del misionero, que anima y dirige como un viejo capitán, todo termina bien. Pronto, hasta la última barca toca el muelle de embarque, donde la población, palpitante de gozo, saluda con una ovación al valeroso socorrista.
La tradición local afirma que la "barca de Montfort" prestó servicio durante 150 largos años más, hasta que la sustituyó un barco a vapor.

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