Las Florecillas de San Luis de Montfort
Hno. Agustín Pistilli, sg
LAS FLORECILLAS DE SAN LUIS DE MONTFORT
(Traducción
de p. Pío Suárez B., s.m.m.)
Amigo lector
I - Un misterioso
Peregrino
II - En su tierra
natal
III - La Ciudad Luz
del Rey Sol
IV - Misionero popular
V - La Osadía de un
apóstol
VI - Contemplativo y
profeta
VII - El Padre de
los pobres
VIII - El amigo de
la Cruz
IX - Todo de Jesús
por María
X - Educador y
maestro
XI - Fulgores de
santidad
XII - ¿Quién
proseguirá su obra?
Conclusión
Amigo lector:
La vida de todo hombre es una aventura. La vida de
san Luis María de Montfort en concreto es una aventura singular.
Vivió
sólo 43 años. Pero en tan corto tiempo realizó tantas y tantas cosas. A pie
recorrió cerca de 25.000 kilómetros; predicó sin descanso, escribió miles de
páginas y fue, sobre todo, un auténtico testigo del Evangelio.
Para
ti he seleccionado las aventuras más hermosas. Les he dado el nombre de FLORECILLAS. No todas son fáciles de
imitar: pero te las ofrezco con la misma sencillez con que las refieren los
escritores que narran la vida del santo. Estoy seguro de que te interesarán y
la historia de Montfort te apasionará. Es una historia de fe, de acción, de
valentía.
San
Luis de Montfort no ha sido un hombre del montón. El mismo, hablando de su
carácter, afirma que si no hubiera sabido dominarse, hubiera sido el hombre más
terrible de su tiempo. Lo ha sido ciertamente pero en el buen sentido.
Alguien
lo definió como «el más grande y santo misionero francés de su siglo».
En
los 16 años de su actividad apostólica, transformó el occidente de Francia,
donde aún hoy se habla mucho de él.
Espero
que cuando termines de leer estas páginas, también tú conserves gratos
recuerdos de él: de su valor, de su amor a Jesucristo, a la Virgen María, a los
pobres, a los niños, al Pueblo todo de Dios.
Hermano Agustín Pistilli
I - UN MISTERIOSO PEREGRINO
1. NO ES UN SIMPLE TURISTA
A mediados de mayo de 1706, tras un viaje a pie
de 2.000 kilómetros, llegaba a Roma un joven sacerdote francés.
No
era un turista ni llegaba a Roma por curiosidad. Viajaba como peregrino a la tumba
de san Pedro y quería hablar con el Papa.
Se
hacía llamar simplemente Montfort.
Pero
retrocedamos un poco y sigámoslo en todas las peripecias de ese viaje. Parte de
Francia a pie, como auténtico peregrino. Nada de carrozas, nada de andar a
caballo. Por lo demás, no tenía con qué pagarse esos lujos. Y nada de equipaje.
Sólo lleva consigo la Biblia, el Breviario, el crucifijo, el rosario, y una
estatuilla de la Virgen que corona su bastón de caminante. Sus provisiones: una
confianza absoluta en la divina Providencia.
Un
estudiante español, que también camina a Roma, le pide que le admita como
compañero. Tiene treinta monedas en el bolsillo.
Montfort
lo juzga demasiado rico y lo obliga a regalar su dinero a los pobres, y a
esperar sólo de la divina Providencia el sustento de cada día.
2. UN CAMINO INTERMINABLE
Y lo vemos alejarse en dirección a la capital de la
cristiandad, por caminos interminables, los de los peregrinos. De santuario en
santuario, bajo los rayos cada día más candentes del sol de verano. En las
parroquias, los hospitales, las panaderías pide de limosna un mendrugo de pan.
A
menudo le acogen con desconfianza, a veces lo rechazan como espía o vagabundo
de siniestras intenciones. Entonces pasa la noche bajo el pórtico de alguna
iglesia, o al abrigo de algún seto, bajo las estrellas, como Jesús que «no
tenía ni una piedra para reclinar la cabeza».
No
sabemos con certeza por qué punto de la frontera penetró a Italia. Lo cierto es
que Francia se hallaba en guerra con el Piamonte...
Luego
de atravesar los Alpes, no obstante el terrible cansancio, todo parece
iluminarse con un rayo de alegría. ¡Ya se halla en Italia! ¡Roma está mucho más
cercana!
3. EN LA SANTA CASA DE LORETO
Se encamina hacia Loreto, donde se encuentra el
santuario con la Santa Casa de María. Él, que ama tanto a "su Madre bondadosa",
no podía omitir esta etapa.
Queda
extasiado ante esos muros que se creía habían albergado a la Virgen María, en
aquel pequeño recinto donde el Hijo de Dios se hizo hermano nuestro. Durante la
misa que celebra cada día en el altar de la santa Casa, su rostro se
transfigura.
Maravillado
por su recogimiento, un devoto asiduo del santuario le solicita un encuentro
espiritual e informado de su pobreza extrema, se ofrece a hospedarlo en su
casa.
Permanece
en Loreto unos quince días. Permanencia deliciosa y providencial, que comunica
a su alma un gozo profundo y a su cuerpo agotado, el vigor necesario para
emprender la última etapa de su viaje a Roma.
4. ¡ROMA! ¡ROMA!
Descansado y consolado, reemprende el camino a
través de colinas y llanuras: paisajes ideales para un artista; pero trayecto
pesado para los pies ya martirizados del peregrino.
Camina
que camina. Y, por fin, aparece en el horizonte la espléndida cúpula de san
Pedro. ¡Es Roma! Preso de intensa emoción, cae de rodillas, besa el suelo y llora
de gozo. Luego se quita el calzado y recorre así los últimos kilómetros...
Finalmente... Porque sus fuerzas se hallan casi agotadas. Necesitó varios días
de reposo para recuperarlas un tanto y curar sus llagas.
5. PERMANENCIA EN ROMA
En la hostería de los franceses le brindan albergue
durante algunos días.
Apenas
recupera la salud, golpea a las puertas del convento de los Padres Teatinos.
Allí
se gana en seguida el aprecio de un santo y sabio religioso, muy influyente
ante el Papa, el P. José Tomasi, elevado poco después al cardenalato,
beatificado en 1830 y canonizado por Juan Pablo II en 1987.
Siendo
este religioso confesor del Papa, no tuvo dificultad en alcanzar para Montfort
una audiencia especial y una benévola acogida de parte del entonces Pontífice
Clemente XI.
Llegado el gran día (6 de junio de 1706), Montfort
se dirige al palacio del Quirinal, residencia entonces de la corte pontificia
y, tras las ceremonias acostumbradas, fue presentado al Papa a quien dirigió un
breve saludo en lengua latina.
Clemente
XI, que sabe francés invita a Montfort a expresarse en su lengua materna.
El
misionero expone al Pontífice su proyecto de partir a países lejanos a predicar
el Evangelio a los infieles.
La
respuesta del Papa es clara y resuelta: "Tu celo tiene campo bastante
amplio en Francia. No te vayas a otra parte.
Actúa
siempre en perfecta sumisión a los Obispos, en las diócesis a donde te llamen.
Dios bendecirá tus trabajos".
Fascinado
por los audaces puntos de vista de la devoción mariana de Montfort y su
preparación teológica, Clemente XI aprueba sus métodos de apostolado. Le
recomienda sobre todo enseñar la doctrina cristiana a las gentes sencillas y
reavivar por todas partes el espíritu del Evangelio mediante la renovación de
las promesas bautismales.
7. MISIONERO APOSTÓLICO
Antes de despedirse, Montfort implora al Santo
Padre la bendición apostólica y le presenta un crucifijo de marfil suplicándole
que conceda la indulgencia plenaria a cuantos lo besen en el momento de la
muerte. El Papa lo bendice y concede la indulgencia pedida. Este crucifijo
ocupa un puesto importante de hoy en adelante en el apostolado del santo
misionero.
Para
que a su regreso de Roma, lo acepten con buenos ojos los obispos franceses, el
Pontífice le confiere el título del "Misionero Apostólico".
El
coloquio con el Santo Padre trae paz al alma de Montfort.
Su
vocación misionera queda aclarada y segura. Con renovada energía, la seguirá a
pesar de las dificultades que tendrá que afrontar.
¡Su
voto está cumplido! ¡Sus sueños se han hecho realidad!
8. DE REGRESO A FRANCIA
Sin demora alguna, recoge su bastón y emprende el
camino de regreso, sin preocuparse por el ardiente sol veraniego italiano. Y
comienza el martirio.
Tras
algunos kilómetros, se le renuevan las llagas de los pies. Se decide entonces a
proseguir descalzo el camino.
El
estudiante español que lo había acompañado se quedó probablemente en Roma.
Parece que en el viaje de regreso lo acompañan otros dos jóvenes, tan pobres
como él y que no dudan tender la mano y pedir limosna en caso de necesidad.
9. «¡POR AMOR DE DIOS!»
Llegando a cierta población, cansados y
hambrientos, Montfort envía sus dos compañeros a la casa cural.
– Vayan –les dice– y pídanle al párroco, por amor
de Dios, que les dé algo de comer.
Volvieron
con un trozo de pan: apenas un bocado para una persona. Montfort se presenta
entonces en persona en la casa cural y encuentra al párroco sentado a la mesa
con numerosos invitados. El párroco lo hace acomodar en la cocina y ordena que
le sirvan en la mesa de los sirvientes y camareros.
Montfort,
contento ante la humillación, vuelve luego a dar gracias al dueño de casa por
la caridad recibida. Este al observar el vestido desgarrado y los pies
sangrantes del peregrino, le dice con un gesto de consideración y alzando los
hombros:
–
¿Por qué no anda a caballo?
–
Ese no era el modo de andar de los apóstoles, –le respondió Montfort–.
El
sacerdote comprende y se retira.
10. NI EL HERMANO MATURÍN LO RECONOCE
Varios días más de andar, padeciendo los ardores
del sol y sufriendo numerosas humillaciones más, hasta llegar a su meta.
Finalmente,
el 25 de agosto –fiesta de su patrono, san Luis– llega Montfort al convento de
los jesuitas de Ligugé. Su auxiliar, el Hermano Maturín, le aguardaba allí
según lo convenido.
Pero
difícilmente lo reconoce. ¡Tan enflaquecido, demacrado y quemado por el sol lo
encuentra ahora! Y pensar que algunos meses antes lo había visto partir en
perfecta salud.
¡Entre
ida y vuelta, ha recorrido a pie 4.000 kilómetros!
¿Quién
era realmente este sacerdote? ¿De dónde procedía? ¿Qué hizo después de regresar
a Francia de esta peregrinación a la capital de la cristiandad?
A
ello quiero responderte en las páginas siguientes.
II - EN SU TIERRA NATAL
11. UN NIÑO QUE SABE ORAR...
Luis Grignion nació en Francia, en Montfort,
pequeña ciudad de la Bretaña francesa a pocos kilómetros de Rennes,
el 31 de enero de 1673.
Era
el segundo hijo de una numerosa familia. Su madre le enseñó a orar desde
pequeño. Y él aprovechó tanto las lecciones maternas, que se convirtió a su vez
en modelo y maestro de oración para sus hermanos y hermanas. Estos, sin
embargo, no estaban siempre tan bien dispuestos a imitar las largas oraciones
del hermano mayor. Su hermanita Luisa era la que parecía escucharlo y seguirlo
con mayor gusto. Por ello también el hermano le demostraba especial cariño.
Entre ambos reunían a los niños del vecindario para recitar el rosario. Y para
comprometerlos a recitarlo todos los días: Luis les daba lo mejor y más hermoso
que tenía.
En
la escuela se hacía notar por una cuidadosa diligencia y atención a las
enseñanzas de sus maestros.
12. ...Y
CONSOLAR A SU MADRE
Cuando su madre tenía disgustos familiares, el niño
Luis se le acercaba y la consolaba. También se mantenía atento para no ser
motivo de inquietudes para su padre, fácilmente irritable: el señor Grignion
declarará un día que su hijo nunca le había faltado el respeto.
Era
apenas un niño y ya tenía un amor muy intenso a la Virgen María.
Gozaba
con sólo hablar u oír hablar de Ella. Con filial amor la llamaba "su
querida madre". La invocaba en todo momento y alcanzaba de Ella gracias
señaladísimas.
Ya
entonces se esforzaba por realizar todas sus acciones en unión con María para
agradar a Jesucristo.
13. EL ENCUENTRO CON JESÚS
Luis Grignion hizo su primera Comunión con gran
fervor. Y ante el altar, según la costumbre, renovó solemnemente las promesas
bautismales.
Los
bellísimos cánticos que compuso más tarde, nos manifiestan cuáles fueron sus
sentimientos cuando recibió al Señor por primera vez.
¡Oh
buen Jesús mío, te amo y deseo,
con toda
mi alma suspiro por ti!
¡Oh buen
Jesús mío, amor de mi alma:
reina
siempre en mí!
Así
Luis, desde niño, practicaba ya todas esas virtudes que se advierten
gustosamente en los niños: amor a Dios, obediencia a los padres y maestros,
buen ejemplo a los compañeros.
Como
recuerdo del lugar de su bautismo se hará llamar sencillamente Luis María de
Montfort.
14. LE GUÍAN LOS JESUITAS
Terminados los estudios elementales en su pueblo
natal, a la edad de doce años, sus padres juzgaron oportuno enviarlo a
proseguir los estudios en Rennes, distrito capital de la región.
Los
jesuitas, doctos maestros y hábiles formadores, dirigían en esta ciudad un
colegio frecuentado por gran número de estudiantes, internos y externos.
Precisamente por esto, no obstante la vigilancia de los profesores, al vivir
lejos de la familia, se hallaba expuesto al influjo de los malos compañeros.
Lleno de confianza en la protección de María, a quien diariamente invocaba con
fervor, el joven estudiante se convirtió pronto en modelo de todos los alumnos,
gracias también a la guía espiritual de su tío sacerdote, que lo hospedó en su
casa durante todo aquel período.
Al
ir al colegio y volver de él, acostumbraba Luis visitar una antigua y piadosa
imagen de la Virgen, venerada en la Iglesia de san Salvador, pidiéndole que
bendijera sus estudios. A veces se detenía allí por cerca de una hora, mientras
muchos de sus compañeros se dedicaban a jugar por el camino.
15. SU AMOR A LOS POBRES
Todos en el colegio admiraban su caridad. Un santo
sacerdote de apellido Bellier le había iniciado en ella.
Este
hombre de Dios, capellán del hospital general de Rennes, había tenido la feliz
idea de poner al servicio de la caridad las horas libres de que disponían los
estudiantes. Los reunía en su casa para formarlos en obras de apostolado. Luego
los enviaba, en grupos de dos o tres, al hospital general o al hospicio de
incurables. Debían prestar a los enfermos toda clase de servicios, explicarles
el catecismo y hacerles buenas lecturas. Luis era el primero en la práctica de
estos deberes. Su madre que, por otra parte, le daba el ejemplo, tuvo en
particular la alegría de encontrar cierto día en el hospicio a una pobre mujer
que le dijo:
–
¿Sabe, señora?, ¡su hijo me ayudó a entrar en este lugar, haciéndome traer en
esta silla!.
16. «ESTE HERMANO TUYO Y MÍO...»
Lejos de buscar diversiones frívolas o peligrosas,
servía a los pobres y, desde ahora, les tuvo tanto cariño que durante toda su
vida se rodeó de pobres y enfermos, distribuyendo entre ellos cuanto recibía.
Había
entre los estudiantes del colegio uno tan pobre y miserablemente vestido que
era objeto de la burla de sus compañeros. Luis, dolorido de verlo tan
despreciado, comenzó una colecta entre sus compañeros para comprarle un vestido
nuevo. Pero, al no obtener la suma requerida, llevó al compañero pobre a casa
de un sastre.
–
Este joven es hermano tuyo y mío –le dijo–. Yo he recogido esto entre mis
compañeros para vestirlo en forma conveniente. Si esto no alcanza, ponga Ud. lo
que haga falta.
Conmovido
el buen sastre por tanta virtud, hizo lo que se le pedía. Y el pobre estudiante
no volvió a ser objeto de las burlas de los compañeros.
17. MADERA DE ARTISTA
La pintura y la escultura constituían para Luis una
agradable recreación. Dedicaba buena parte de sus horas libres a dibujar
imágenes y cuadros religiosos. Con tanto éxito que le aconsejaron perfeccionar
su talento al lado de un artista. Se presentó al taller de un pintor de Rennes
que, cuando examinó las posibilidades del alumno, creyó ver en él a un futuro
competidor. De suerte que cada vez que Luis aparecía, el pintor escondía sus
telas y dejaba de trabajar. Quizá pagando con mano rota habría podido
desbloquear esa situación. Pero, ¿cómo, si ya el pan costaba tan caro?
Cierto
día, un consejero del Parlamento de Rennes, amigo de la familia, luego de ver
en la mesa de trabajo del joven estudiante una miniatura elaborada por éste y
que representaba al Niño Jesús con san Juan Bautista, quedó admirado y se la
compró por un Luis de oro...
La
pintura y la escultura sirvieron mucho más tarde al misionero. Se venera aún
hoy en su casa natal en Montfort, una estatua de la Virgen atribuida a él. Su
bastón de viaje estaba coronado por una estatuilla de la Virgen María, que él
mismo había esculpido.
18. CONTRATIEMPO EN CARNAVAL
Amigo del estudio y de las ocupaciones útiles,
detestaba los pasatiempos, las fiestas mundanas y las mascaradas.
Cierta
tarde de carnaval, cuando terminaba la comida condimentada con inocente
alegría, entró en la sala un joven enmascarado, que comenzó a provocar a los
presentes con sus ocurrencias, chistes y donaires.
Luis
se levantó en seguida, abandonó la reunión y mostró su descontento hasta
derramar lágrimas.
Su
pureza sentía horror a las diversiones peligrosas.
Sacaba
esta gran delicadeza de sus conversaciones con el P. Gilbert, profesor suyo,
hombre de virtud y talento, que morirá misionando en la isla de Guadalupe, y
sobre todo de su gran devoción a María.
19. JOVEN COMPROMETIDO
En este período entró a formar parte de la
Congregación mariana, conformada por los mejores alumnos del Colegio. Montfort
se confió totalmente a María rogándole que conservara su mente, su corazón y su
cuerpo siempre puros.
Para
alcanzar esta gracia se ejercitaba en el sacrificio y la penitencia, pues sabía
que no se conserva la virtud en un cuerpo habituado a la comodidad y la
molicie.
Cierto
día encontró en la casa paterna un libro con figuras poco modestas: lo echó al
fuego a riesgo de provocar la cólera de su padre.
20. «SERÁS SACERDOTE»
Otro día, mientras oraba delante de la imagen de la
Virgen María, en la iglesia de San Salvador, le pidió a su "Su Madre"
que lo iluminara sobre su porvenir. La respuesta le llegó clara y distinta.
Escuchó en el fondo de su alma la llamada divina: "Serás sacerdote".
La
orden de Dios a través de la Virgen era tan clara, que desde ese momento su
vocación quedó decidida, y Luis María resolvió sin más seguirla generosamente.
El
joven estudiante comenzó el estudio de la teología en el mismo colegio de
Rennes. Pero Dios, que quería hacer de él un verdadero discípulo de Jesús, le
brindó el medio de completar su formación en el seminario de San Sulpicio, en
París, sede famosa de estudios sacerdotales.
Una
persona bastante rica prometió pagarle la pensión y él se puso en camino para
la Capital.
21. DE CAMINO A PARÍS
En el colmo de la alegría y con el alma pletórica
de confianza en la providencia y de amor a la pobreza, decidió partir a pie
llevando consigo lo estrictamente necesario.
Sus
padres insistieron en que llevara algo de ropa interior, un vestido nuevo y la
modesta suma de diez escudos. Sumas que él aceptó por complacerlos.
Su
tío y uno de sus hermanos lo acompañaron hasta la salida de Rennes. Allí, el
joven Grignion abrazó al excelente sacerdote tío suyo, que lo había hospedado
en su casa, dio a su hermano algunos buenos consejos y se despidió de ellos.
Tomando en la mano el rosario, se encaminó alegremente a través de los extensos
y fangosos senderos, que en ese entonces hacían en Bretaña las veces de
caminos.
22. MÁS POBRE QUE LOS POBRES
Prosiguieron el viaje, pronto se encontró con
mendigos andrajosos, y él sintió la necesidad de aligerar su carga. Al primero
le regaló el vestido nuevo recibido de sus padres, a otro le dió los diez
escudos, con un tercero cambió hasta el vestido que llevaba puesto.
Sintiéndose
entonces verdaderamente pobre, se puso de rodillas y, dirigiéndose a Dios, como
el Poverello de Asís, exclamó:
–
¡Dios mío!, ahora puedo decirte con toda verdad: "Padre nuestro que estás
en el cielo", e hizo voto de no poseer nunca nada.
Libre
de todo, poseyendo sólo una gran confianza en la divina Providencia, Luis María
prosiguió su camino, mendigando el pan y la posada. Lo que le atrajo
humillantes rechazos, a causa de su juventud y presencia física.
23. 300 KILOMETROS
Llegó a París, luego de diez días de camino,
durante los cuales recorrió a pie más de trescientos kilómetros. Encontró
albergue en un tugurio a donde la Providencia le envió de comer, sin que él tuviera
necesidad de pedir nada a nadie.
Pasados
algunos días, fue a golpear a la puerta de su benefactora, la señorita de
Montigny. Grande fue la desilusión de ésta al ver el estado lamentable del
joven.
Lo
hizo hospedar en una casa muy pobre, donde los seminaristas carentes de medios
económicos, podían realizar sus estudios en la Sorbona –la gran universidad
parisiense– gracias al pago de una mínima contribución y la prestación de
algunos servicios a la comunidad.
El
P. de la Barmondière, superior de aquella casa, recibió con inmensa alegría al
joven de quien ya se hablaba muy favorablemente.
Luis,
por su parte, se dedicó ardorosamente al estudio y a la vida espiritual.
24. VIDA DE SACRIFICIO
Algún tiempo después, hacia fines de 1693, se
desató una gran carestía y la benefactora del pobre seminarista no pudo seguir
pagando por él la pequeña pensión acordada. Luis se mantuvo tranquilo ante esta
nueva prueba y siguió confiando fielmente en la Providencia.
Para
no ser gravoso a su superior, Luis no dudó en pedir limosna, mezclado con las
turbas hambrientas que se juntaban ante las casas de caridad donde se
distribuían víveres. Aceptaba humildemente ya una moneda, ya una prenda de
vestir, las más de las veces un trozo de pan.
Se
dirigía de preferencia a las diversas comunidades religiosas. Las ofrendas iban
llegando, pero él no guardaba para sí más que lo estrictamente necesario.
Aunque carecía de todo, buscaba a otros más pobres que él, para distribuirles
cuanto su humildad le había proporcionado.
25. AMOR FRATERNO
Un día no le quedaban más que treinta monedas. Se
le acercó una pobre mujer a contarle sus necesidades.
–
¿Cuánto necesitas?, le preguntó.
–
Treinta monedas, respondió la mujer.
Él
le entregó hasta el último céntimo.
En
otra ocasión había recibido un vestido nuevo, confeccionado especialmente para
él. Antes de estrenarlo lo regaló junto con otras prendas recibidas como
obsequio, a otro seminarista más pobre que él.
En
otra ocasión todavía, su madre le envía un vestido nuevo.
Él
lo cedió en seguida a un sacerdote necesitado, recibiendo en cambio el ya
gastado de aquel pobre ministro de Dios.
26. LE VISTE LA PROVIDENCIA
A veces su confianza parecía querer tentar a la
Providencia.
Pero
ésta realizó prodigios para premiar su fe.
Queriendo
conseguir un vestido resistente, pidió a un cohermano que fuera a comprárselo y
le entregó las treinta monedas que le quedaban. El amigo le observó que esa
suma era insuficiente.
–
Vete –le dijo– no te preocupes; si te piden más, entrega el dinero al primer
pobre que encuentres.
El
cohermano se dirigió al negociante, que al ver que sólo le ofrecían treinta
monedas, lo tomó a burla y ni siquiera le respondió.
El
comprador salió entonces y entregó la pequeña cantidad al primer pobre y volvió
a casa.
Al
llegar encontró a Luis que le dijo:
–
Bien, mientras tú dabas limosna, una persona generosa me ha regalado estos diez
francos. Tómalos y paga con ellos el vestido que necesito.
27. VELANDO MUERTOS
Entre tanto, la carestía continuaba y amenazaba la
existencia misma de la pequeña comunidad. El P. de la Barmondière propuso a
algunos de sus seminaristas un trabajo poco agradable: velar a los muertos de
la parroquia de San Sulpicio.
Montfort,
junto con otros tres compañeros, aceptó con gusto realizar ese trabajo dos o
tres veces por semana.
¡Qué
penoso tenía que ser para un estudiante pasar la noche sin dormir y ante
semejante espectáculo!
En
esas fúnebres veladas se acrecentaron en él, el desprecio por los bienes
efímeros de este mundo y el anhelo de servir solamente a Dios.
Cierta
noche, velaba el cadáver de un joven muy rico, herido mortalmente al salir de
un local de mala fama. Quizá entonces compuso aquellos versos que más tarde
haría cantar a las gentes:
¡En la
muerte, pecador,
todo
acabará!
¡En la
muerte, el Señor,
te vendrá
a juzgar!
28. CAMBIO DE CASA
La cruz con que el Señor prueba a sus amigos vino
de nuevo a visitarlo. Murió el P. de la Barmondière y la comunidad que dirigía
se disolvió. Montfort se entregó una vez más a la Providencia, y fue admitido
en la comunidad del P. Boucher.
En
esta casa, más pobre que la anterior, tuvo ocasión de practicar más a fondo la
mortificación. Los estudiantes mismos se encargaban por turno de la cocina. De
suerte que la comida –como puede imaginarse– era generalmente poco apetitosa.
Cada uno se rebuscaba el pan: vino, menos lo tenían aún.
Era
precisamente lo que se necesitaba para robustecer en Luis María el espíritu de
mortificación.
La
porción de comida que les servían, en esos años de carestía, era tan pequeña,
que Luis se levantaba de la mesa con el mismo apetito con que había llegado.
29. ENFERMA DE GRAVEDAD
Pero una vida de tan intenso sacrificio no podía
durar mucho. En efecto, Luis María enfermó gravemente y tuvo que ser recluido
en el hospital de los pobres.
Condenado
a la impotencia, desprovisto de todo, acostado en un catre prestado, se
alegraba individualmente por hallarse entre los pobres.
Pero
el mal era grave y se llegó hasta a temer por su vida.
Él,
en cambio, sonriente, afirmó que no moriría y que, incluso, dentro de pocos
días estaría curado. Predicción que se cumplió.
Pasada
una semana, lo vieron estupefactos levantarse del lecho, caminar, leer y
dedicarse a nuevos proyectos de estudio y de caridad.
30. EN EL SEMINARIO DE SAN SULPICIO
Una vez recuperada la salud, le recibieron en la
sección más pobre del seminario. Allí, gracias a la generosidad de una piadosa
mujer, pudo continuar sus estudios.
La
fama de sus virtudes había comenzado ya a difundirse.
Por
ello, cuando Luis María Grignion, ingresó al seminario de San Sulpicio,
invitaron a la comunidad a cantar el "Te Deum" en acción de gracias.
¡Hecho sin precedentes!
En
esta casa ejemplar, su amor a la Virgen fue creciendo más y más cada día.
Hablaba de Ella con alegría durante las recreaciones, causando la admiración de
muchos compañeros suyos.
Difundió
entre ellos la consagración total a Jesús por María.
Fue
para él motivo de inmensa alegría el encargo de adornar la Capilla de la
Virgen.
Pero
sus superiores pusieron a prueba su obediencia y la encontraron perfecta. La
virtud de una persona se juzga también por esta señal.
31. CONTRACORRIENTE, SIN TEMOR ALGUNO
Su amor a Dios no podía tolerar pecados ni escándalos.
Por Dios, sabía también actuar, si las circunstancias lo exigían.
Cierto
día encontró en una plaza pública a dos jóvenes que, con la espada
desenvainada, los ojos ardiendo en fuego, se hallaban a punto de lanzarse el
uno sobre el otro.
Inmediatamente
tomó el crucifijo y se colocó entre ellos, conjurándolos a pensar en Dios a
quien ultrajaban y en su alma que estaban a punto de perder. Aturdidos, los
duelistas retroceden, lo escuchan turbados y, por último, se perdonan
mutuamente y se retiran en paz.
32. CONTRA LA PRENSA DEPRAVADA
Las calles de la capital eran en aquellos días
menos bulliciosas que en la actualidad. La voz de los juglares lograba dominar
el ruido de los coches; las gentes los escuchaban con gran curiosidad y se
amontonaban en torno a ellos. Desgraciadamente su repertorio era poco
recomendable y con frecuencia incluso, ultrajante y obsceno. Lo vendían,
además, al público, inundando con ello todo el vecindario.
Montfort
se sentía morir ante semejante escándalo. Más de una vez, se acercó a los
cantantes, les compró todas las colecciones de canciones y las rompió en su
presencia, mientras les dirigía palabras de reprobación.
Otro
tanto hacía con los vendedores de libros malos, afirmando que se sentía feliz
cuando podía impedir o por lo menos retardar que se cometiera algún pecado.
33. JOVEN CATEQUISTA
El joven Luis María gustaba comunicar las verdades
de la fe sobre todo a los niños. Le encargaron de enseñar el catecismo a los
más depravados de uno de los barrios del suburbio de san Germán de París.
Asumió su tarea con tanto amor que sus lecciones enternecieron incluso a los
menos dóciles. Algunos seminaristas, compañeros suyos, oyeron contar los éxitos
y corrieron a escucharlo a fin de encontrar motivos de burla. Lo oyeron hablar
de la muerte del juicio y del infierno de forma tan incisiva y convencida que
hasta ellos mismos quedaron conmovidos.
34. FINALMENTE SACERDOTE
Llegó, por fin, el día de la ordenación sacerdotal.
Montfort se creía tan poco digno de tan excelso honor que quería retrasar más y
más ese momento. Redobló sus plegarias y su preparación espiritual. El 5 de
junio de 1700 recibió la ordenación sacerdotal y pasó todo el día delante del
Santísimo Sacramento.
Luego
de otros cuantos días de preparación, celebró la primera misa en el altar de
Nuestra Señora, en la Iglesia de San Sulpicio. Después no pensó en otra cosa
que en las almas para las cuales lo había llamado Dios. Se dedicará totalmente
a la evangelización del Pueblo de Dios, no obstante tener que superar infinidad
de pruebas...
IV - MISIONERO POPULAR
35. UN SUEÑO MISIONERO
Montfort, ya tan inflamado de celo cuando vivía con
su familia, en el colegio de Rennes y en el seminario de San Sulpicio, no podía
permanecer inactivo ahora que la Iglesia le había conferido el sagrado
ministerio.
–
¿Qué hacemos aquí –exclamaba hablando con sus cohermanos– mientras en el Japón
y en las Indias hay tantos hombres que esperan el anuncio del Evangelio? ¡Hay
un número casi infinito que se pierde por no conocer a Dios! ¡Sólo moriré
contento al pie de una árbol del lejano Japón, como el incomparable misionero
san Francisco Javier!
Montfort,
en un primer momento, había pensado en las misiones extranjeras, pero en su
viaje a Roma el Papa le dijo que volviera a su patria y trabajara en ella.
Esta
orden del Vicario de Cristo le devolvió a Francia un apóstol, cuyo celo fue
coronado por frutos maravillosos de vida cristiana.
36. LA MISIÓN POPULAR
Cuando iba a predicar misiones en una parroquia,
llegaba acompañado de diversos colaboradores. Todos se dedicaban a la
instrucción de las gentes, enseñaban el catecismo a los niños, cantaban en las
iglesias y, a veces, por las calles para convocar a los fieles a las
ceremonias. También construían capillas y reparaban templos, confeccionaban
estandartes y preparaban grandiosas manifestaciones religiosas que despertaban
la fe de los pueblos. Todos los misioneros se alojaban en una casa llamada
"La Providencia". A ella afluían también numerosos pobres, invitados
por el santo.
Las
celebraciones revestían esplendor incomparable, gracias al talento de Luis
María, que lo preparaba todo: conmemoración de los difuntos, adoración
reparadora al Santísimo Sacramento, renovación de las promesas bautismales y
consagración personal a la Virgen, construcción de Calvarios...
Todo
culminaba en una confesión general y el propósito de cambiar de vida.
37. CALUMNIADO Y PERSEGUIDO
Algunos jansenistas, cuyos perniciosos errores
combatía el misionero mediante la exhortación al amor a la Eucaristía, a la
práctica de los sacramentos y a la devoción a la Virgen María, lo persiguieron
e inventaron contra él toda suerte de calumnias. Lograron muchas veces engañar
a los obispos y hacer que se le prohibiera predicar y administrar los
sacramentos.
Los
hombres más santos han sufrido tribulaciones semejantes, pero ninguno como Luis
María experimentó el desprecio, la calumnia, las vejaciones, incluso de parte
de aquellos que hubieran debido ser sus amigos y defensores.
38. CONMUEVE LAS CONCIENCIAS
Cuando comenzó las misiones, tenía cerca de 30
años, una constitución sana y muy robusta, una inspiración poética y una
actividad inagotable, una profunda preparación teológica y, sobre todo, un
fuego de caridad que se alimentaba cada mañana en la celebración de la
Eucaristía.
Montfort
tenía todas las cualidades de un misionero: ardiente, elocuente, piadoso, lleno
de ingenio. Las gentes humildes recorrían gustosas hasta cuarenta leguas –cerca
de 160 kilómetros– para ir a escucharlo.
Tenía
tal ascendiente sobre las multitudes que éstas se sometían a sus exhortaciones.
Sus sermones eran tan conmovedores que el auditorio prorrumpía con frecuencia
en sollozos.
Entonces
el predicador se veía obligado a detenerse.
–
Hijitos míos muy amados –les decía– no lloren, que con su llanto me impiden
hablar y si no me contengo, también yo tendré que llorar como Uds.
Ninguno
pudo resistir a su impulso arrollador. Bandas de gentes armadas, terror de la
comarca, se volvían dóciles como niños y en procesión rezaban el rosario y
cantaban himnos sagrados.
39. SUS ARMAS PREFERIDAS
Además de la Palabra de Dios, sus armas preferidas
eran la cruz y el rosario, el recuerdo de Cristo redentor y la meditación con
María de los misterios de la salvación.
A
ello añadía los cánticos compuestos por él mismo como verdaderas lecciones de
catecismo, para recordar a las multitudes las nociones fundamentales de la fe.
El
pueblo no los ha olvidado nunca y todavía hoy, no existe quizás rincón de
tierra francesa donde, al comenzar la misión, centenares de voces no entonen,
sobre las mismas melodías, las mismas palabras, que ya tienen 250 años. En
total son más de 20.000 versos.
40. PROGRAMA DE TRABAJO
Sus misiones duraban hasta siete semanas. Montfort
predicaba sucesivamente a los hombres, a las mujeres, a los niños, dedicando
algunas reuniones especiales a los pobres.
Su
programa: proclamación y meditación de la Palabra de Dios muchas veces al día;
recitación asidua del santo Rosario; procesión con la participación de todos
los feligreses adultos, que llevaban en sus manos el contrato de alianza con
Dios en comunión con la Virgen, firmado por cada uno y por el Misionero; y
finalmente, la erección solemne de un calvario o al menos de una cruz en el
sitio más visible de la localidad.
41. BORRACHOS CONVERTIDOS
En Montbernage, suburbio de Poitiers, abundaban los
borrachos y blasfemos. Tampoco se observaba el reposo festivo y la población
obrera vivía en la corrupción. Al aparecer Montfort, todos vinieron a
escucharlo y muchos cambiaron de vida. Su conversión fue tan sincera que
llegaron a ser modelo de vida cristiana.
En la parroquia de San Savino logró apagar las
disensiones haciendo examinar los procesos gratuitamente por hombres de leyes
que sentenciaron lo mejor para el interés de todos.
42. EL DIABLO A LA HOGUERA
Todavía en Poitiers, durante la misión predicada en
la misión de El Calvario. Montfort invitó a llevar todas las estampas obscenas
y todos los libros malos para quemarlos luego en la plaza pública.
Sobre
ese montón de obscenidades, algunos bromistas colocaron una figura del diablo.
Le contaron al Obispo que Montfort era un exaltado y quería quemar al diablo.
El
vicario general, tan mal informado, corrió a la iglesia a reconvenir al
misionero y a prohibir la manifestación. Montfort escuchó con la cabeza
inclinada la injusta reprimenda y se sometió humildemente. Pero derramó
abundantes lágrimas ante lo que aconteció en seguida; porque los libertinos
esparcieron por la ciudad todos aquellos libros y figuras obscenos. Para
reparar semejante mal, Montfort pasó la noche en oración y dijo a las gentes
que gustoso hubiera dado toda su sangre para impedir semejante desgracia.
43. LA FERIA DE LA ASCENSIÓN
En la parroquia de la Cheze, diócesis de San
Brieuc, se celebraba una feria todos los años precisamente el día de la
Ascensión.
Montfort
alcanzó tal ascendiente sobre la población que hizo trasladar la feria al lunes
siguiente para que no se realizara más en el día sagrado.
Pero
dos campesinos se rebelaron e hicieron un contrato precisamente ese día. El
Señor dio la razón al misionero: el que vendió su vaca perdió durante el día el
dinero recibido por ella y el comprador vio enfermarse todo su ganado.
Incluso
un sacerdote que se permitió criticar el traslado de la feria recibió su
castigo: herido por una enfermedad incurable, debió acudir a las plegarias del
santo para alcanzar su curación.
44. ASTUCIAS DE SATANÁS
Cuenta un relato popular que en la misma misión, un
hombre que había venido para escuchar la predicación, se encontró en la calle
un Luis de oro. Como dudaba en deshacerse de él.
–
Bótalo –le dijo el misionero–, es el demonio que te tienta de avaricia.
El
hombre obedeció y la moneda se transformó en una serpiente.
Cuentan
todavía que algunos tenían la costumbre de armar escándalos al dedicarse a un
juego que era para ellos ocasión de embriagueces, riñas y blasfemias. Montfort
trató de apartarlos de esta ocasión de pecado, diciéndoles que el diablo estaba
entre ellos para arrastrarlos al pecado. Ellos se reían al oírlo. Ahora bien,
cierto día, al comenzar su juego, apareció sobre la mesa un monstruo del tamaño
de un perro grande. Aterrados, los jugadores salieron corriendo en busca del
misionero, que vino al lugar y ordenó a Satanás lanzarse al río. La bestia se
alejó con la cola entre las piernas, y no volvió a aparecer.
45. SATANÁS DE VACACIONES
La Cheze, fue a visitar las ruinas de la capilla de
la Virgen de los Dolores. Allí encontró al diablo sentado sobre el muro en
ruinas del antiguo cementerio y le preguntó:
–
¿Qué haces aquí, Satanás? ¡Tú siempre estás peleando, y ahora te veo dedicado
tranquilamente al descanso!
–
Todas las almas de esta ciudad me pertenecen –respondió Satanás con una
mentira–, menos una; por eso estoy de vacaciones...
Al
terminar la misión, Montfort predicaba en la misma pradera que bordea el río y
recordando la respuesta mentirosa de Satanás, exclamó ante la multitud:
–
Todas las almas que me escuchan pertenecen a Jesucristo, excepto una.
Tan
pronto pronunció estas palabras, se vio a un personaje que se alejaba del grupo
y desaparecía en la lejanía. Sólo se encontraron unas sandalias; nadie lo
volvió a ver jamás.
46. UN ENEMIGO IMPLACABLE
En la misma parroquia de La Cheze, quiso Montfort
reedificar una antigua capilla de la Virgen. San Vicente Ferrer había predicho,
trescientos años antes, que la restauraría "un hombre que sería muy contrariado
y escarnecido".
A la
invitación del misionero, las multitudes acudieron con entusiasmo desbordado y,
al canto de himnos sagrados, trabajaron con tanto empeño que en corto tiempo la
capilla quedó reconstruida. Se organizó en seguida una gran procesión para
entronizar la imagen de la Virgen de los Dolores.
Según
la tradición de las gentes de la localidad, en los trabajos tomaron parte
gentes de veinte a treinta parroquias vecinas que formaban una fila de ocho
kilómetros de personas, alineadas de cinco en cinco. Montfort lo organizó todo
con orden admirable y, Dios, para ayudarlo, permitió que el misionero
apareciera al mismo tiempo en los dos extremos de la procesión. Desplegó luego
a la multitud sobre una gran llanura e iba a comenzar a hablar, cuando una
inmensa nube apareció en el cielo y preocupó a los oyentes.
–
Quédense tranquilos –les dijo el misionero– es una artimaña de Satanás, que
quiere echar a perder una fiesta tan hermosa. No caerá ni una gota de agua, se
lo aseguro, y el sol volverá dentro de poco a brillar en todo su esplendor.
Al
momento, la nube desapareció como por encanto.
V - LA OSADÍA DE UN APÓSTOL
47. REPRIMENDA INMERECIDA
Cierto día que el Obispo de Saint-Malô se hallaba
de visita en la parroquia de San Juan, en la ciudad natal del Santo, le
describieron a Montfort como un sacerdote rodeado siempre de vagabundos y
mendigos, acusándolo de favorecer el ocio, la pereza y la vagabundería. El
Obispo, convencido de tener que habérselas con un extraño aventurero, lo manda
llamar en seguida, y en presencia de los demás sacerdotes de la región, lo
reprende y prohibe predicar y confesar dentro del territorio de su diócesis.
Montfort
respetuoso de la autoridad, luego de una profunda inclinación de saludo,
sombrero en mano, escucha humildemente la admonición. Ni una excusa, ni una
queja.
Iba
ya a retirarse, cuando entró el párroco de Breal, que –ignorando la lamentable
escena– pidió al Obispo que le mandara a Montfort para predicarle una misión a
los jóvenes en su parroquia.
Admirado
el Obispo de la humildad del misionero y arrepentido de cuanto le había dicho,
concedió gustosamente la autorización recogiendo las prohibiciones anteriores.
Montfort
realizó en aquella parroquia un bien inmenso, especialmente entre los soldados,
a quienes enroló en la cofradía de san Miguel.
48. ATENTADOS
Algunos individuos, enfurecidos al sentir reprochar
ásperamente su conducta, atentaron más de una vez contra la vida del misionero.
Fue
así como cierto día en Nantes, algunos jovenzuelos, irritados al reconocerse en
la descripción de ciertos desórdenes hecha por el misionero, lo asaltaron a
piedra e indudablemente lo habrían acribillado si no hubieran intervenido unos
transeúntes.
Los pilluelos
hubieran sido linchados por la multitud, si Montfort no se lo hubiera impedido
diciendo:
–
¡Déjenlos en paz! Son más dignos de lástima que Uds. y que yo mismo.
49. LOS VIÑADORES DE VALLET
Cuando el misionero tenía que vérselas con
campesinos demasiado apegados a los bienes de la tierra, recurría a las
piadosas estratagemas que su celo le sugería para llevarlos a escuchar la
palabra de Dios. Los viñadores de la comuna de Vallet, por ejemplo, más
preocupados por sus viñas y por la vendimia que por frecuentar la iglesia, no
acababan de decidirse a participar en la misión.
Montfort
envió entonces al Hermano Maturín por las calles de la población a tocar una
campanilla y cantar a los cuatro vientos:
¡Alerta!,
¡alerta!, la misión está abierta.
¡Venid,
venid, amigos,
venid a
conquistar el paraíso!
Poco
a poco, la población se conmovió y los viñadores acudieron en masa. Acudieron
incluso de las comarcas vecinas.
50. ¡CUIDADO CON EL LUJO!
En Vertou, la misión alcanzó un éxito inesperado y
Montfort, con el fin de alejar las ocasiones de pecado, como lo había hecho en
Poitiers, hizo llevar todos los libros malos para quemarlos en una gran
hoguera.
Una
distinguida señorita, en presencia de todo el pueblo, vino a echar al fuego
incluso todos sus adornos mundanos, con gran edificación de todos.
El
misionero en su predicación había atacado el lujo y hecho entonar su cántico:
¡Cuidado
con el lujo
en que no
se ve mal!,
pero al
llegar la muerte
lo
encontrarás fatal.
51. COMPLOT DESCUBIERTO
Las intrigas contra su vida no lograban frenar el
ardor de su celo. Una señora le advirtió que no emprendiera cierto viaje a
Pont-Château, porque algunos mozalbetes lo esperaban en el trayecto para
asesinarlo. Montfort sonrió, al oír la advertencia que, en cambio, aterrorizaba
a sus acompañantes.
–
¿Cómo lo sabes?, preguntó por fin a la señora.
–
Han hecho el complot debajo de mi casa y he escuchado sus amenazas de muerte,
le respondió ella.
El
intrépido misionero se rindió ante las válidas razones expuestas por aquella
mujer. Y así salvó su vida. Porque los malhechores lo habrían ciertamente
asesinado. Se supo después que lo habían esperado desde las cinco de la mañana
hasta las seis de la tarde en el lugar por donde debía pasar.
52. PRESENTIMIENTO
En otra
ocasión todavía, los libertinos tramaron una intriga contra el santo misionero.
Que debía dirigirse con un cohermano a casa de un escultor a quien había
ordenado ciertos trabajos. Los conjurados sabían que debía pasar por cierta
calle del lugar y se apostaron allí para caerle por sorpresa. Era pleno
invierno y reinaba la oscuridad. Montfort, de ordinario tan seguro, sintió al
entrar en esa calle que se le helaba la sangre en la venas y no logró dar un
paso más, aunque su compañero le aseguraba que iban por buen camino.
Algún
tiempo después, un amigo suyo oyó a dos individuos lamentarse de que Montfort
se les hubiera escapado. Lo habían estado esperando esa tarde en una calle de
La Rochelle, desde las siete hasta las once de la noche, para romperle la
cabeza y mandar también al diablo a su discípulo, Maturín.
53. LA NAVE PIRATA
La isla de Yeu se hallaba ubicada a 17 kms. de la
costa atlántica de Francia. Los tres mil habitantes de la isla, pescadores en
su mayoría, esperaban con ansia al misionero desde hacía tiempo. Pero entonces
no era fácil ni hacedero abordar la isla. Se vivía en guerra abierta por la
sucesión al trono de España y los corsarios ingleses infestaban las costas de
la isla.
El
misionero que había proyectado una misión en la isla, se embarcó con sus
compañeros y otros pasajeros.
Apenas
en alta mar, vieron una nave pirata que avanzaba hacia ellos. Todos se creyeron
perdidos. Sólo Montfort permanecía tranquilo. Invitó incluso a sus compañeros a
cantar. ¡Era lo que menos deseaban!
–
Bien –les dijo el misionero– ya que no pueden cantar, acompáñenme por lo menos
a rezar el rosario –e inició la oración.
– No
teman –añadió al terminar de rezarlo–. Nuestra Madre del cielo nos ha
escuchado. ¡Estamos fuera de peligro!
En
efecto, impulsados por violentas ráfagas de viento, los piratas cambiaron de
rumbo. La tripulación estaba a salvo y, al canto del Magnificat,
llegaron a la isla de Yeu.
54. SE ABREN LAS PUERTAS
El párroco de Sallertaine rogó al misionero que
diera una misión en su parroquia. Pero los feligreses, no estando de acuerdo,
cerraron las puertas de la iglesia y entregaron las llaves a un ciudadano
resuelto a no cederlas por nada del mundo.
Sin
desconcertarse, Montfort, se detuvo al pie de una cruz en medio de la población
y comenzó a predicar a las gentes de una parroquia vecina que lo acompañaban.
Entre tanto las gentes de Sallertaine insultaban al misionero con gritos y
algazara y le tiraban piedras. Cuando Montfort terminó su discurso, las puertas
del templo se abrieron como por encanto y él entró junto con el párroco y
algunos feligreses.
55. EL EMBAJADOR
Entre tanto en la plaza había cesado el alboroto.
Pero el triunfo no era aún completo. Contaron a Montfort que uno de sus
adversarios más encarnizados era un rico caballero de la población. Persuadido
de que su casa era el centro de la resistencia, el misionero se dirigió allá
llevando consigo agua bendita. Apenas llegó, por todo saludo, roció la sala del
primer piso donde el dueño de casa se hallaba reunido con toda su familia, y
colocó sobre la chimenea su crucifijo y una estatuita de la Virgen. Luego se arrodilló
y recitó una oración.
–
¡Bien, amigo mío! –exclamó poniéndose en pie–, crees que he venido por mi
propia voluntad. No señor, Jesús y María me envían. Soy embajador de ellos, ¿no
quieres recibirme de parte suya?
–
Aquí estoy, respondió el rico señor. Y siguió a Montfort a la iglesia junto con
toda su familia.
56. LA PROCESION DE LAS CRUCES
La población de Sallertaine estaba dominada por un
promontorio, sobre el cual propuso Montfort elevar un calvario monumental, que
recordara en proporciones más modestas el de Pont-Château.
Los
habitantes prepararon en varias semanas de inmenso trabajo las tres cruces, las
estatuas de los personajes y hasta una capillita arreglada en una gruta, donde
se erigió un altar. Llegado el día de la bendición del monumento, al terminar
la misión, Montfort organizó una solemne procesión a pie descalzo en honor de
la cruz.
Cada
persona llevaba una pequeña cruz en la mano y una hostia en la que estaban
escritos los compromisos bautismales.
Recordando
que al comenzar la misión todos estaban en contra suya, se puede juzgar hasta
qué punto logró el misionero cambiar en favor suyo la opinión de las gentes.
57. UNA DAMA QUISQUILLOSA
Durante una de las últimas predicaciones de la
misión de La Sallertaine una señorita distinguida entró en la Iglesia y
permaneció allí en actitud poco respetuosa. Montfort le pidió que observara
mejor compostura. Ella, enfurecida, salió de la Iglesia y corrió a contar a su
madre lo acaecido. Esta fue a esperar al misionero en la plaza pública para
insultarlo y apalearlo. Él, que tantas veces no había temblado ante el puñal de
los asesinos, tuvo compasión de aquella mujer y sin alterarse le respondió
sencillamente:
–
Señora, yo he cumplido con mi deber, su hija hubiera debido hacer otro tanto.
58. BESO DE PAZ
En Courgon, la parroquia estaba dividida. Las
gentes se odiaban profundamente incluso el párroco tenía numerosos enemigos.
Afligido ante semejante escándalo, el misionero, para aplacar al Señor, se
azotó hasta derramar sangre. Luego invitó a todos los feligreses a escuchar la
predicación.
Habló
con tanta elocuencia sobre el perdón de las injurias que el párroco, conmovido
y vencido, pidió perdón humildemente a todos aquellos a quienes hubiera podido
ofender Montfort, aprovechando este ejemplo, dijo a los feligreses:
–
Miren, su párroco desea reconciliarse con Uds. Hermanos queridos, Uds. que han
vomitado contra él tantas injurias, ¿dudan de perdonarlo también?
A
estas palabras, todos estallaron en sollozos, pidieron perdón al párroco y se
dieron recíprocamente el beso de paz.
59. «¡ÉSTE SERÁ MÍO!»
Montfort ejercía también un poderoso influjo sobre
cada persona en particular. Encontrándose un día en el seminario del Espíritu
Santo en París con el fin de reclutar jóvenes para su Compañía de misioneros,
fue dando la vuelta lentamente en medio de los seminaristas que lo rodeaban,
como queriendo penetrar sus pensamientos. Luego, poniendo su sombrero sobre la
cabeza de uno de ellos, dijo:
–
¡Éste será mío!
Efectivamente,
este joven se hizo sacerdote y siguió a Montfort.
60. «ALGUIEN ME HACE RESISTENCIA»
En otra ocasión, durante una de sus predicaciones
en la capilla de las Hermanas de la Providencia de La Rochelle, sintió que sus
palabras encontraban resistencia en alguno de sus oyentes y exclamó:
–
¡Hay alguien aquí que me hace resistencia! Siento que la palabra de Dios
regresa a mí. ¡Pero ese tal no se me escapará!
Al
terminar la ceremonia religiosa, un joven se le acercó en la sacristía y le
dijo:
–
Soy yo, Padre, aquel a quien Ud. aludía durante su predicación. Entré
ocasionalmente en la iglesia e interiormente planteaba ciertas reservas a sus
afirmaciones, cuando Ud. ha leído mi conciencia.
VI - CONTEMPLATIVO Y PROFETA
61. LA GRUTA DE MERVENT
Durante la misión de Mervent, Montfort escogió en
el extenso bosque que cubre parte de la comarca, una gruta natural y apartada
para sumergirse en oración durante los intervalos libres de la predicación.
Saboreaba allí las delicias de la soledad. Pero la persecución lo siguió
incluso al "desierto" y suscitó en contra suya enemigos de parte de
las autoridades, bajo el pretexto sin importancia de que había arrancado
algunos viejos troncos en una propiedad del Estado, para adaptar la gruta y
defenderla de la violencia de los vientos del norte.
Hoy
la gruta lleva el nombre de "Gruta de San Luis de Montfort" y
congrega cada año a millares de peregrinos y turistas, sobre todo en verano.
62. EL MILAGRO DE LAS CEREZAS
Refiere la tradición popular que cuando el santo se
dirigía a la misión de Vouvant, llegó ya de noche, muy cansado, a esa
población. Golpeó a la puerta de una buena señora llamada "la niña de
Imbert" y apremiado por el hambre le pidió algo de comer.
–
¡Ay de mí!, respondió ella, no tengo nada que ofrecerle.
–
Vaya al huerto, encontrará cerezas, le dijo Montfort.
–
¿¡Cerezas en esta época!?, repuso ella.
–
Vaya, por favor, insistió Montfort.
La
mujer obedeció y volvió fuera de sí: había recogido cerezas que ofreció al
misionero. Una vez se fue Montfort, volvió ella a recoger más cerezas, pero
todo había desaparecido.
63. EL DESPERTADOR DE LA MISIÓN
De Vouvant, se dirigió Montfort a San Pompain. Era
el pleno invierno y los habitantes no se decidían a abandonar el calorcillo del
hogar para acudir a la predicación.
El
misionero hizo entonces divulgar y entonar un cántico escrito por él para la
circunstancia: El despertador de la misión. El pueblo, conmovido
por este ardid, acudió en masa a la iglesia y la misión tuvo éxito total. Hasta
el párroco fue alcanzado por la gracia.
– Un
día, dijo al final de la misión, oí la voz del Hermano Santiago que
cantaba: He perdido a mi Dios por el pecado. Fue como un golpe de
martillo sobre mi corazón endurecido. Corrí a postrarme a los pies del Padre de
Montfort, que tuvo la caridad de escuchar mi confesión general y desde entonces
decidí cambiar de vida.
64. ESPÍRITU PROFÉTICO
Cierta mañana, el Padre jesuita que era confesor
suyo, le pidió que celebrara la Eucaristía por la curación de la esposa del
gobernador de Poitiers que, desahuciada por los médicos, se hallaba a punto de
morir.
Una
vez terminada la misa, vuelve a donde el confesor y le dice:
– He
orado por la enferma, no morirá.
El
Padre jesuita conociendo la santidad de su penitente, lo invitó a llevar él
mismo la buena noticia.
Montfort
obediente se trasladó a la casa de la enferma y le dijo con suavidad y
seguridad al mismo tiempo:
–
¡Tranquila, señora!, no morirá de esta enfermedad. Dios quiere prolongar su
vida y permitirle que continúe con su caridad en favor de los pobres.
La
enferma se sintió repentinamente aliviada. Pronto comenzó la convalecencia y
logró luego la perfecta curación.
Dios
le concedió doce años más de vida.
65. «PEDRO, ¿DÓNDE TE DUELE?»
Montfort había tomado al servicio de la misión a un
joven de nombre Hermano Pedro. De repente fue acometido por una grave
enfermedad.
–
Pedro, ¿dónde te duele?, le preguntó Montfort.
–
Por todo el cuerpo.
–
Dame la mano.
– No
puedo.
–
Vuélvete hacia mí.
– No
puedo moverme.
– ¿Tienes
fe?
–
¡Ay!, Padre mío quisiera tener más de la que tengo.
–
¿Quieres obedecerme?
–
Sí, Padre; de todo corazón.
Poniendo
entonces la mano sobre la cabeza del enfermo, el hombre de Dios le dijo:
– Te
mando que te levantes dentro de una hora y vayas a servirnos a la mesa.
Así aconteció.
66. «LA MARQUESA NO MORIRÁ»
La marquesa de Bouillé estaba gravemente enferma y,
dado que el caso era desesperado, su padre la encomendó a las oraciones del
misionero, el cual aceptó ir a visitarla. Apenas entró en el cuarto de la
enferma, Montfort se arrodilló delante de un crucifijo. Se acercó luego al lecho
de la enferma y permaneció un momento más en oración. Finalmente, volviéndose
al padre de la enferma le dijo:
–
Señor, no se preocupe, su hija no morirá.
De
hecho, muy pronto la enferma recuperará la salud. Dedicará el resto de su vida
a las buenas obras. Ella dará a las Hijas de la Sabiduría la primera casa en
San Lorenzo sobre del Sèvre, junto a la tumba del Santo.
67. REMONTANDO EL SENA EN BARCO
Cierto día, con su compañero el Hermano Nicolás, se
embarcó en un navío que subía el Sena y en el cual se amontonaban gentes de
toda condición y, para colmo, carentes de educación. Eran en su mayoría
negociantes y gentes que corrían de feria en feria. Su lenguaje era tosco y
destemplado.
Montfort
comenzó por colocar el crucifijo en la punta de su bastón. Y luego
arrodillándose, exclamó en forma que todos lo oyeran:
–
¡Acompáñenme, todos los que aman a Jesucristo!
Carcajadas
y gestos de indiferencia fueron la respuesta a esa invitación. Entonces el
misionero dijo al Hermano Nicolás:
–
¡De rodillas, recemos el rosario!
Una
vez recitadas las primeras cinco decenas, renovó la invitación a todos. Nadie
se movió, pero los gritos se fueron calmando poco a poco. Montfort y su
compañero prosiguieron la plegaria. Terminadas las segundas cinco decenas, el
misionero con voz persuasiva y como transfigurado, repitió una vez más la
invitación a orar. La "pandilla" se dio por vencida, y, uno tras
otro, todos se postraron y respondieron a la recitación del rosario.
Al
final, escucharon también con respeto la palabra de Dios.
68. TANGARÁN, EL USURERO
En una parroquia, no obstante las exhortaciones del
misionero, un avaro llamado Tangarán, accediendo a los malos consejos de su
esposa, se negaba a quemar ciertos contratos cuya injusticia había demostrado Montfort.
Viendo su obstinación, el misionero acabó por predecirle con especial
seguridad:
– Tu
esposa y tú estáis apegados a los bienes de la tierra y despreciáis los del
cielo. ¡Bien!, vuestros hijos van a fracasar: no dejarán descendencia. Y
vosotros caeréis en la miseria y no tendréis siquiera con qué pagar vuestro
entierro.
–
¡Qué va!, replicó la mujer, ¡algo nos quedará, aunque sean 30 monedas para
pagar el redoble de las campanas!
– Y
yo os digo, replicó Montfort, que las campanas no doblarán en vuestros
funerales.
La
predicción se cumplió. Algunos años después, los dos usureros se vieron
reducidos a la indigencia y, habiendo muerto ambos el jueves santo –él en el
año 1730, ella en 1738– fueron sepultados al día siguiente, viernes santo, día
en que no se tocan las campanas.
69. UNA RIÑA DE SOLDADOS
Cierta tarde, pasando por una plaza de Nantes, vio
el misionero a algunos soldados que peleaban con unos artesanos. Golpes de
ciego y execrables blasfemias capaces de estremecer cielos y tierra, como refiere
el mismo Montfort.
El
misionero se acercó, se puso de rodillas, recitó un Avemaría, besó la tierra y
poniéndose en pie se lanzó en medio de aquellos hombres enfurecidos, que se
golpeaban cada vez con mayor ferocidad con piedras y palos, tratando de separarlos.
Al conocer la causa del litigio, tomó la mesa de juego, la levantó en el aire y
lanzándola contra el suelo la rompió en mil pedazos.
Era
una mesa de juego de azar, que todos los días era motivo de disputas y palabras
soeces.
Los artesanos,
aunque más fuertes, se retiraron. Pero los militares, al ver su mesa hecha
pedazos, se lanzaron como leones contra el misionero. Unos lo agarraron por el
cabello, otros le arrancaron el manto y lo amenazaron con sus espadas, si no
pagaba la mesa.
–
¿Cuánto vale?, preguntó el misionero.
–
Cincuenta libras, le respondieron.
–
Daría gustoso, les replicó, cincuenta mil millones de libras de oro, si las
tuviera, y toda la sangre de mis venas para destruir todos estos juegos,
ocasión detestable de disputas y blasfemias.
70. CAMINO DE LA CARCEL
Los soldados exasperados por semejante respuesta,
querían darle muerte. Pero uno de ellos disuadió a sus compañeros diciéndoles:
–
¡No le hagamos nada!, ¡ciertamente nos castigarían! Llevémoslo más bien al castillo,
a presencia del Gobernador: él nos hará justicia.
Entonces
lo cogieron y se encaminaron al castillo para hacerlo encarcelar. Montfort, sin
el menor miedo, con la cabeza descubierta y recitando en alta voz el rosario,
avanzaba a grandes pasos en forma tal que la escolta lo seguía con dificultad.
Llegaban
ya al castillo del Gobernador, cuando uno de los amigos del misionero,
informado del incidente, logró calmar y dispersar a los soldados y liberar al
prisionero. Que quedó bastante disgustado al verse privado de una alegría por
la cual suspiraba hacía mucho tiempo, a saber, la de ser encarcelado por amor
de Jesucristo.
71. SANTO, CIERTO, PERO INCOMODO
Luis María de Montfort es un santo. Pero su
santidad se manifiesta a veces en forma brusca, como lo acabamos de ver en el
relato anterior. Es un santo incómodo, en nada dispuesto a tolerar lo que
ofende la gloria y el amor de Dios. No es un hombre de medias tintas: echa el
todo por el todo.
Su
celo no es siempre comprendido y lo reprochan con frecuencia. Pero él no es
persona que se desanime; todo lo contrario, goza en medio de tantas
contrariedades.
Al
día siguiente del hecho que se acaba de narrar, su amigo, el P. des Bastières,
le preguntó si en aquella desafortunada aventura no había sentido miedo de
perder la piel o al menos terminar en la cárcel.
–
Nada de eso, respondió riendo; hubiera experimentado una inmensa alegría.
Estuve en Roma expresamente para implorar del Santo Padre el permiso de irme a
países extranjeros con la esperanza de encontrar allí la ocasión favorable de
derramar mi sangre por la gloria de Jesucristo, que vertió toda la suya por mí.
Pero el Papa me negó esa gracia porque yo no era digno de ella.
72. LECCIÓN CONTRA LA EMBRIAGUEZ
En San Donaciano de Nantes, le informan a Montfort
que en una taberna cercana al templo hay música, blasfeman, insultan a quienes
pasan con el fin de impedirles que asistan a la misión.
El
misionero se dirige a esa tertulia, recita de rodillas un Avemaría. Luego se
pone de pie, derriba las mesas y muestra el crucifijo y el rosario a los
bebedores. Que estupefactos y rabiosos abandonan en seguida el local dejando
que el propietario reciba solo la reprimenda de Montfort.
73. EL ASNO EN EL RÍO
Después de San Donaciano, el santo pasa a predicar
a Bouguenais, donde cierto día, mientras hablaba desde el púlpito, interrumpe
bruscamente el discurso y exclama:
–
¡Pronto!, dos hombres que vayan a salvar mi asno que se ahoga en el río en las
afueras del pueblo.
Algunos
de los presentes acuden en seguida y apenas llegan a tiempo para sacar al
animal imprudente, quizás demasiado glotón y atraído por los cardos que crecían
al borde del río.
74. ABOFETEADOR CONVERTIDO
Pasando a Challans, se detiene a hablar a los
habitantes bajo el cobertizo del mercado. Mientras todos le escuchan con
atención, algunos vendedores se atreven a gritar:
–
¡Es el loco de Montfort que está hablando!
Los
oyentes se precipitan a dar una severa lección a aquellos insolentes. Pero el
misionero frena el ímpetu de sus defensores y les anuncia incluso que pronto
será agredido una vez más. En efecto, mientras se dirige a la parroquia vecina
de San Cristóbal, un hombre se le acerca y le da una bofetada. Y cuando algunos
querían atrapar al culpable:
–
Déjenlo en paz, ordena Montfort, dentro de poco él mismo vendrá a buscarme.
Algunos
días después aquel pecador, impelido por el remordimiento y la vergüenza, corre
llorando a confesar sus pecados a los pies del misionero.
75. TABERNA BULLICIOSA
Le llaman a Roussay, parroquia donde reinaba el
vicio de la embriaguez.
Montfort
transformó a las gentes. Un hombre, sin embargo, se negó a cerrar su taberna,
ubicada cerca a la iglesia, durante las funciones religiosas de la misión.
Montfort
comenzó a hablar contra la intemperancia en la bebida. Pero mientras el
misionero predicaba en el templo, algunos achispados, en la taberna, aullaban
canciones obscenas en forma que lograban ahogar la voz del predicador.
Bajó
éste del púlpito y se dirigió en seguida a la cantina de mala fama, derrumbó
las mesas, reprochó a los bebedores su sacrílega grosería, agarró a algunos por
el cuello y los echó fuera. Dos de ellos trataron de oponer resistencia. El
misionero los tomó del brazo y los echó a la calle, ordenándoles que no
volvieran a entrar y que se cuidaran bien, no les aconteciera algo peor. La
lección causó impresión. Los bebedores se retiraron con la cabeza baja, y la
tranquilidad volvió a reinar en la cantina.
76. SE EVITA UNA MATANZA
Sucedió en Fontenay. El capitán de los soldados de
la guarnición, ingresó en la iglesia mientras Montfort predicaba adelantando la
misión para las mujeres. Apoyado en la pila del agua bendita, el capitán, con
su gorra puesta, reía y tomaba rapé. El misionero se le acercó y le
pidió amablemente que saliera, entre otras cosas porque la misión estaba
reservada a las mujeres. ¡Ojalá no lo hubiera hecho!
El
oficial, poco o nada acostumbrado a recibir observaciones, respondió que no
saldría y vomitando blasfemias empuñó varias veces la espada y, furibundo, se
lanzó finalmente contra Montfort, lo agarró por la garganta y lo habría
destrozado con ella de no intervenir en favor del misionero las mujeres que
estaban en la iglesia. Entre tanto los soldados, atraídos por los gritos del
oficial, entraron en el templo y, por un momento, se pensó que iba a ocurrir
una matanza. Por fortuna retornó la calma. Pero el oficial, después de la
predicación, esperó a Montfort cerca al cementerio y comenzó a insultarlo de
nuevo. El misionero atravesó las filas de los soldados y ninguno se atrevió a
tocarlo.
77. BENIGNA SE CONVIERTE
En La Rochelle, durante el curso de unos ejercicios
espirituales, predicados en el hospital, la señorita Benigna Pagé, hija del
tesorero de Francia, de acuerdo con sus amigas, decidió ir a escuchar al
misionero, con la intención de portarse de tal manera que éste la apostrofara
públicamente a fin de tener luego motivos para burlarse de él.
Con
mundanos atavíos, se colocó precisamente frente al púlpito y adoptó una pose
irreverente. Montfort le dirigió una mirada de compasión, se volvió hacia el
altar y pidió a Jesucristo la conversión de aquella alma. La predicación que
siguió fue muy conmovedora: todos lloraban incluso la frívola mundana. Y su
arrepentimiento fue sincero.
Después
del sermón, quiso hablar con el misionero y le hizo confesión general de toda su
vida. Luego volvió a su casa, pasó la noche ordenando sus asuntos y al día
siguiente se presentó al noviciado de las Clarisas.
La
penitente, con el nombre de Sor Luisa, vivió y murió piadosamente en el
monasterio.
78. LA CASTELLANA BROMISTA
En Villiers-en-Plaine, la castellana fingió seguir
la misión, pero sólo por no escandalizar a las gentes del lugar. Montfort tuvo
ocasión de encontrarse con ella en la casa de los misioneros, "La
Providencia", y también al ir a comer al castillo.
Su
conversación edificante y serena logró disipar poco a poco en la mente de
aquella mujer todas las calumnias divulgadas acerca del misionero. Ella
entonaba a veces canciones frívolas y el santo le hacía observaciones al
respecto.
Finalmente,
tras escuchar las 64 predicaciones que Montfort había dirigido al pueblo
durante la misión, la castellana se convirtió a una vida cristianamente
comprometida.
79. EL INCENDIO DE RENNES
Dos años antes de su muerte, el santo hubiera
querido evangelizar por última vez a Rennes, la ciudad donde había estudiado de
joven.
Trató
de conseguir el permiso de predicar, pero todo fue inútil.
Compuso
entonces un cántico que constituyó su adiós a la ciudad infiel y fue
considerado como una profecía de las desgracias que caerían sobre Rennes. Este
apóstrofe a los habitantes, que no experimentaban dificultad en unir sus
prácticas religiosas con las costumbres de una vida semipagana, es como una
curiosa pintura de las costumbres bretonas de la época. En términos patéticos
deploraba su "destino".
Efectivamente,
seis años después de su partida, un devastador incendio que duró diez días y
diez noches, devoró gran parte de la ciudad.
Al
fulgor de las casas en llamas, los habitantes repetían aterrados:
–
¡Ay!, ¡es precisamente lo que había predicho Montfort!
VII - EL PADRE DE LOS POBRES
80. POBRE ENTRE LOS POBRES
Desde su llegada a Poitiers, poco después de su
ordenación sacerdotal, Montfort empezó a reunirse a los pobres bajo los
cobertizos y enseñarles el catecismo. Entró un día en la capilla del hospicio,
donde permaneció varias horas en oración. Los pobres allí refugiados quedaron
admirados y lo pidieron como capellán. El obispo de Poitiers consintió en ello.
En aquel hospicio no había reglamento ni comida suficiente, y los pobres, mal
cuidados, se quejaban continuamente. Montfort salió a pedir alimento para ellos,
quiso que tomaran las comidas en común, les hizo repartir raciones convenientes
y se preocupó también de su instrucción espiritual. Él en persona seguía el
mismo régimen de los pobres y no rara vez se contentaba con lo que ellos
dejaban. Su ejemplo y el reglamento transformaron el hospital en un lugar de
orden y de paz.
81. HERÓICO SAMARITANO
Su caridad era grande. Se le vio, por amor a los
pobres, alojarse en la celda más miserable del hospital, ceder a un pobre una
cobija de su lecho, prestar a los paralíticos los servicios más humildes.
Cierto
día encontró en una calle, tendido en el pavimento húmedo, a un pobre infeliz
cubierto de úlceras que imploraba la caridad de las gentes. Lo habían rechazado
en todos los albergues a causa del mal contagioso que padecía.
Montfort
se conmovió. Pero, ¿cómo logró que lo recibieran en el hospicio?
Se
presentó a los administradores, les suplicó que le concedieran un hueco aislado
en una esquina de la casa y prometió que él solo se ocuparía del enfermo.
Conseguido el permiso, lo trasladaron en una camilla miserable y el capellán
enfermero venía varias veces al día a traerle alimento y curarle las llagas.
Más de una vez se sintió desfallecer, pero no dejó nunca de acudir en su ayuda.
82. HUMILDE ENFERMERO
Entre
tanto en el hospital de Poitiers se toleraban de mala gana las reformas
introducidas para bien de todos. La persecución obligó al santo varón a partir
de allí.
Se
dirigió entonces a París y fue a alojarse entre los cinco mil pobres de la
Salpetrière, tratando, según su propia expresión, «de hacerles vivir en Dios y
morir a sí mismos».
Pero
cuando vieron que este sacerdote forastero asumía incumbencias más
comprometedoras, brindando a los enfermos los servicios más repugnantes,
acudiendo al primer signo de llamada, siempre afable y sonriente en medio de
las críticas y de las protestas, insensible a las amenazas y faltas de
cortesía, su celo fue considerado por lo menos como inoportuno por aquellos que
no se sentían con fuerzas para imitar su ejemplo.
Lo
consideraron confusionista y aguafiestas, amigo de novedades y de llamar la
atención. Y un día, cinco meses después de su llegada, al sentarse a la mesa,
¡encontró bajo sus cubiertos la orden de partir!
83. EN UN CUCHITRIL
Y de nuevo lo encontraron sin asilo, sin pan y sin
amigos. Por fortuna, una comunidad de religiosas, le ofreció de limosna una
comida diaria. Encontró alojamiento en un oscuro cuchitril, debajo de una
escalera, no lejos del noviciado de los Padres jesuitas.
Únicos
objetos a su disposición: un pobre camastro, una escudilla de barro cocido, una
estatuita de la Virgen y algunos instrumentos de penitencia. En esta miseria
saboreaba las grandes lecciones de la Sabiduría y trataba de comunicarla por
carta a María Luisa de Jesús, a quien había dejado dirigiendo el hospital de
Poitiers.
Montfort
en París se encontró abandonado hasta de sus antiguos directores. Lo rodeaba el
desprecio del mundo, pero tenía a Dios consigo y esto le bastaba.
84. «¡ÁBRAN A JESUCRISTO!»
En Dinán, lo mismo que en Poitiers y en Rennes,
Montfort estaba continuamente rodeado de una multitud de pobres, a los cuales
enseñaba el catecismo y proveía de medios para vivir, acudiendo a los fondos de
la divina Providencia.
Una
tarde, encontró tendido en tierra en una calle de Dinán, a un pobre cubierto de
úlceras y entumecido de frío en tal medida que no tenía ni fuerzas para pedir
ayuda. Montfort se le acercó y, al verlo tan abandonado, lo tomó en hombros y
lo llevó a la casa de la misión. Pero era ya tarde y la puerta estaba cerrada.
El misionero comenzó entonces a golpear gritando:
–
¡Abran a Jesucristo!
Y
una vez que entró, se apresuró a depositar en su propio lecho al pobre
moribundo. Luego, arrodillado sobre el pavimento, pasó el resto de la noche en
oración.
85. LAS CUATRO FIGURAS
En otra ocasión, en una calle del suburbio de San
Saturnino, en Montbernage, Montfort encuentra tendido en tierra y abandonado de
todos, a un pobre afectado de un mal incurable. Lo toma sobre los hombros, pero
¿adónde llevarlo? En el hospital de Poitiers no lo reciben porque
todas las puertas le están cerradas; por otra parte, no se atreve a imponer a
nadie el cuidado de este pobre infeliz. Se acuerda entonces de que en aquellos
parajes, en una localidad llamada "Las Cuatro Figuras",
existe una gruta excavada en una colina rocosa que al menos temporalmente puede
servir de albergue. Allí acomoda a su enfermo, en espera de encontrarle una
morada mejor.
El
sitio se convierte en el comienzo de un hospital, confiado más tarde a la Hijas
de la Sabiduría.
86. UN POBRE EN CADA FAMILIA
Frecuentemente se acusaba a Montfort de arrastrar
en su seguimiento a grupos de miserables vagabundos, que le quitaban el tiempo
y agotaban sus recursos.
Durante
una misión suya en La Garnache, pidió a cada familia que alimentara a un pobre,
mientras él hospedaba a dos de los más repugnantes y les hacía sentar a su
mesa.
Así,
los pobres no carecieron de lo necesario y pudieron asistir a la predicación,
el predicador se vio libre de las preocupaciones de los pobres hambrientos y
todos los habitantes tuvieron la oportunidad de realizar una buena acción.
87. BANQUETE EN LA CASA PATERNA
De paso para Rennes, no va a alojarse en la casa de
sus padres, sino donde los pobres. Le piden que vaya a almorzar al menos una
vez donde su familia. Él acepta con una condición: invitar también a todos sus
amigos.
La
propuesta parece un tanto extraña. Pero, sea como sea, preparan un gran
almuerzo y una mesa amplia.
El
día y hora convenidos, Montfort se presenta con una larga procesión de pobres,
ciegos y cojos y los sienta a la mesa.
Según
su costumbre, había tomado a la letra las palabras del Evangelio.
88. EL BASTÓN EMPEÑADO
Privado de todo, como de costumbre, llegó cierto
día a La Rochelle, donde se vio obligado a alojarse en una pequeña pensión,
junto con el Hermano Maturín. Sentados a la mesa, su honesto compañero le
preguntó:
–
Padre mío, ¿quién va a pagar por nosotros cuando nos vayamos?
– No
te preocupes, hijo mío, la Providencia proveerá.
A la
mañana siguiente, Montfort llamó a su cuarto al dueño del albergue y le pidió
la cuenta. Eran doce sueldos.
– No
tengo dinero, dijo el viajero, pero le dejo empeñado mi bastón; pronto le
enviaré lo que le debo.
El
dueño del albergue aceptó. El misionero, por su parte, no sabía siquiera cómo
podría pagar la deuda, pero tenía confianza en la Providencia. Dio las gracias
cortésmente y se dirigió al hospital, donde celebró la Eucaristía. Una señora,
maravillada de su devoción, le hizo una ofrenda.
Con
ella saldó la cuenta del albergue y pudo recuperar su bastón de caminante.
89. «¿QUÉ DIRÁ LA GENTE?»
A consecuencia de un viaje a Nantes, el Hermano
Nicolás que lo acompañaba, tenía los pies hinchados y ya no podía caminar.
Sostenido por su natural energía, el misionero caminaba siempre, sin aparentar
fatiga.
En
el camino ni un carro, ni un coche disponibles. El santo se ofreció a llevar en
hombros a su pobre compañero, pero éste, por humildad o por vergüenza, no aceptó.
Montfort lo convenció entonces de que aceptara al menos la ayuda de su brazo.
Prosiguieron así hasta la entrada de la ciudad. A medida que se acercaban a
ella, los transeúntes eran cada vez más numerosos y observaban con curiosidad y
compasión a los dos peregrinos. El Hermano Nicolás se conmovió y dijo:
–
Padre mío, ¿qué dirá la gente?
–
¡Hijo mío!, exclamó el misionero, ¿qué dirá el Señor que nos ve?
90. UN ESTUDIANTE TRAMPOSO
Cierto día, encontró por los caminos de Nantes a un
joven que le declaró ser un pobre estudiante eclesiástico.
Llevaba
puesto un miserable vestido, tenía pálido el rostro, difícilmente se mantenía
en pie y parecía reducido a una situación desastrosa. No hacía falta más para
conmover al santo. En ese pobre estudiante, acostumbrado a las privaciones,
creyó ver a un futuro discípulo suyo y lo invitó a seguirlo.
Prosiguieron
el camino.
Cuando
llegaron a Rennes, el joven le pidió permiso para visitar a su familia,
distante varios kilómetros de allí. El misionero no se opuso y hasta le prestó
el mulo que hacía poco había comprado para transportar los utensilios de la
misión. Y después... Espera que te espera... No se volvió a saber nada del
misterioso estudiante. Pero el mulo –el estudiante había logrado venderlo– fue
encontrado algunos meses más tarde y restituido al bueno del Padre de Montfort.
91. PORTERA POCO CARITATIVA
Se presentó en cierta ocasión en casa de unas
religiosas de San Brieuc a quienes iba a predicar un retiro espiritual. Antes
de entrar envió al Hermano Maturín a pedir de limosna un poco de pan en nombre
de Jesucristo para un pobre sacerdote. La portera respondió que el convento no
podía dar limosna a todos los pobres que pasaban. Algunas horas después, se
presentó Montfort en persona, pero no obtuvo mejores resultados.
La
monjita persistía en su negativa, cuando llegó el capellán de la comunidad.
–
¿Qué hace Ud.?, le dice a la hermana, ¿así recibe al director de los
ejercicios?
Acudió
la superiora, presentó las excusas de rigor e hizo conducir a Montfort a un
hermoso aposento, donde le sirvieron a cuerpo de rey. El buen Padre relatando
el equívoco de que había sido objeto, recomendó a las hermanas ser más
caritativas en el porvenir con cualquier pobre.
92. «¡PERO SI ES MI HERMANO...!»
En un viaje a Saumur, pasó el P. de Montfort por
Fontevrault para visitar a una hermana suya religiosa.
Se
presentó de incógnito en el monasterio implorando la "caridad por amor de
Dios". La portera, que no lo conocía, empezó por hacerle varias preguntas.
–
Sólo pido un poco de caridad por amor de Dios –contestaba él como un estribillo
a cada pregunta de la buena religiosa–.
Pero
no lo atendieron.
Retirándose
sin inmutarse, el misionero dijo a la portera:
–
¡Si la señora Abadesa me conociera, no me negaría la caridad que imploro!
Estas
palabras, referidas a la Abadesa, alarmaron a todo el convento.
Al
oír la descripción del mendigo, la hermana de Montfort exclamó: «¡Pero si es mi
hermano!» Enviaron un mensajero detrás de él para presentarle excusas y pedirle
que volviera. Pero él respondió:
– La
señora Abadesa no quiso ser caritativa por amor de Dios; ahora quiere serlo por
amor mío. Se lo agradezco.
Y
prosiguió su camino, privándose así de verse con su hermana; pero contento de
haber dado una lección de amor a los pobres.
93. «¡HERMANO MÍO...!»
Pasando por Dinán, se presentó a celebrar la
Eucaristía en la Iglesia del convento de los Dominicos, donde era religioso su
hermano José, encargado de la sacristía.
Montfort
reconoció en seguida a su hermano; pero éste no logró reconocerlo a él.
–
Hermano mío, ¿podría prestarme ornamentos para celebrar la Misa?, le preguntó
amablemente.
El
religioso que era sacerdote desde hacía tiempo, se sintió ofendido al oírse
llamar "Hermano", y dio al huésped los ornamentos más pobres y dos
cabos de cera.
Después
de la Misa, Montfort agradeció de nuevo al sacristán:
–
¡Mil gracias, hermano mío!
El
religioso, atribuyendo la expresión a falta de cortesía, preguntó al Hermano
Maturín, que le había ayudado a misa, cómo se llamaba aquel sacerdote. Tras
mucha insistencia, logró saber finalmente que se llamaba Luis María de
Montfort.
–
¡Entonces, es mi hermano! –exclamó, y se mostró entristecido por no haberlo
reconocido.
Al
día siguiente, cuando Montfort regresó para celebrar de nuevo la Eucaristía, su
hermano lo abrazó cordialmente y le reconvino por no haberse dado a conocer.
–
Pero, ¿de qué te quejas?, le replicó el siervo de Dios, te llamé "Hermano
mío". ¿No lo eres acaso? ¿Podía dirigirte una expresión más cariñosa?
El
sacristán para reparar lo hecho el día anterior, le hizo celebrar la misa con
los mejores ornamentos y contó a todos la virtud del santo misionero.
94. MAMA ANDRÉS
Por la fiesta de Todos los Santos en 1707, Montfort
llegó en incógnita a su pueblo natal. Envió al hermano Maturín a la casa de su
anciana nodriza, "mamá Andrés", para pedirle hospitalidad por amor de
Dios para un pobre sacerdote con su compañero. Mamá Andrés contestó que no
acostumbraba recibir desconocidos.
Montfort
tocó a otras puertas: recibió la misma respuesta.
Los
dos peregrinos tuvieron entonces la idea de dirigirse hacia la choza del más
pobre del pueblo. Inmediatamente fueron recibidos.
Después
de unos momentos el pobrecillo, fijándose bien en su huésped, reconoció a
Montfort y se sintió muy honrado de poderlo hospedar.
Al
día siguiente la noticia se divulgó por el todo el pueblo.
Mamá
Andrés, con las lágrimas en los ojos, vino para presentar sus disculpas y
rogarle de alojarse en su casa. El rechazó la hospitalidad; pero conmovido por
su llanto, aceptó el almuerzo que ella le había preparado; pero le dijo:
–¡Mamá
Andrés, mamá Andrés! Si anoche te hubiese pedido hospitalidad en el nombre del
Sacerdote Montfort, me la hubieras concedido; pero la pedí en el nombre de
Jesucristo y me la rechazaste. Esto no es caridad.
95. UN PUÑADO DE HARINA
Un día se presentó a la puerta de una casa para
pedir algo de comer. La dueña le contestó:
–
¡Ah! mi buen Padre Montfort, he aquí sobre la mesa el último pan y ya no nos
queda más que un puñado de harina.
–
Anda –le dijo–, anda, limpia el ático y tráeme pan para mis pobres.
Sus
órdenes fueron cumplidas sin saber lo que hubiese pasado. Al día siguiente,
volviendo al ático, la mujer se sorprendió al ver una gran cantidad de trigo,
suficiente para alimentar a su familia y socorrer a los pobres por muchos
meses.
96. ALIMENTADOS DE MILAGRO
Realizó otro prodigio en La Chèze, siempre en favor
de sus pobres.
La
encargada de la cocina sólo tenía comida en la olla para unas diez personas y
Montfort traía consigo todo un centenar. El misionero le ordenó a pesar de todo
se dispusiera la mesa. Ella obedeció y todos se saciaron, sin que la olla
quedara vacía.
En
otra ocasión mandó avisar que llevaría consigo un número considerable de
pobres. Le respondieron que no había más que medio panecillo y dos o tres
libras de carne.
– No
importa, dice Montfort, preparen la comida.
Llegada
la hora, el buen Padre dispuso a sus pobres en dos filas en las alamedas del
jardín. Cortaron pan y carne para todos y sobró todavía.
97. MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES
Una mañana, entrando en casa del sacristán de
Challans, encontró a la hija de éste amasando harina para hacer pan.
–
Antes de comenzar el trabajo, ¿piensas en ofrecerlo al Señor?, le preguntó
Montfort.
– No
siempre, respondió ella.
– No
te olvides nunca de ello, añadió él. Y en diciendo esto, como para darle
ejemplo, se arrodilló junto a la artesa, oró, bendijo la masa y se fue.
Llegando el momento de hornear, se advirtió que la masa se había aumentado al
doble, no obstante haber utilizado la misma cantidad que en otras ocasiones.
El
sacristán comprendió en seguida a qué debía atribuir semejante prodigio. Feliz y
agradecido llevó buen número de aquellos panes a la casa de "La
Providencia" para los pobres.
98. FARDO PESADO
Cierto día viajaba Montfort de Angers al Monte San
Miguel en la costa atlántica, a visitar el célebre santuario.
Alcanzó
a lo largo del camino a un pobre mendigo, que avanzaba bajo un pesado fardo. Se
ofreció inmediatamente a ayudarlo y tomó sobre sus hombros toda la carga.
Llegados
a una pensión, Montfort pidió albergue para sí y para su compañero de viaje. Al
ver al pobre haraposo el dueño del albergue puso dificultades y sólo se decidió
a hospedarlos, cuando el misionero garantizó el pago de ambos.
99. LA PRIMERA HIJA DE LA SABIDURÍA
Una hermosa mañana de 1702, una joven de 18 años se
arrodillaba en el confesionario de Montfort. Quien, para comenzar, le dirigió
esta extraña pregunta:
–
Hija mía, ¿quién te envía a mí?
– Mi
hermana, respondió ella.
–
No, replicó el misionero, no fue tu hermana sino la Virgen María.
Aquella
joven se llamaba María Luisa Trichet. Era hija de un alto magistrado de
Poitiers.
El
día anterior, su hermana, tras escuchar una predicación de Montfort, volvió a
casa diciéndole:
–¡Si
supieras la belleza de sermón que acabo de oír! ¿Sabes? El predicador es de
verdad un santo.
La
madre de María Luisa entre tanto, conocedora del hecho, se quejó a su hija y le
dijo:
– Si
te confiesas con ese sacerdote te volverás loca como él.
El
diálogo entre Luisa y Montfort prosiguió. Algún tiempo después, ella recibió
del misionero el hábito religioso con el nombre de María Luisa de Jesús. Tras
superar múltiples obstáculos, se convirtió en gran colaboradora de Montfort
para la fundación de las Hijas de la Sabiduría, destinadas a abrir
escuelas y asilos y a socorrer a los pobres en sus necesidades.
VIII - EL AMIGO DE LA CRUZ
100. AMOR A LA CRUZ
Jesús mostró su amor infinito a los hombres
sufriendo y muriendo por ellos en la cruz. Los hombres, por su parte, no pueden
mostrar mejor el amor a Jesucristo que llevando con amor la cruz en seguimiento
suyo.
Para
recordar esta doble verdad y ponerla incesantemente ante los ojos de los
creyentes, el P. de Montfort plantaba por todas partes la cruz y se esforzaba
por difundir en los demás el amor a ella.
El
mismo estaba lleno de la cruz. Suya es esta increíble afirmación: «¡Qué cruz,
estar sin cruz!» Escribió una célebre Carta Circular a los Amigos de la Cruz,
como deberían llamarse todos los cristianos.
101. RECUERDO DE LA MISIÓN
No daba ninguna misión sin coronarla con la
erección de una cruz.
Llegando
el día de esta ceremonia, toda la región amanecía de fiesta: se adornaban las
calles, se desplegaban al viento los estandartes, durante la procesión se
cantaban himnos sagrados. Los cargueros, casi siempre descalzos, llevaban en
hombros la cruz de la misión.
Cuando
la enarbolaban sobre el sitio más hermoso de la comarca los ojos de todos se
volvían hacia ella. Y el misionero en un inflamado sermón delineaba las
enseñanzas y deberes de los fieles.
Montfort
hacía poner a menudo en esta cruz pequeños corazones de algodón dorado que
representaban a las familias de la parroquia y eran un símbolo de amor a
Jesucristo. Pero Montfort no se contentaba con plantar la cruz en las colinas,
la "plantaba" ante todo en los corazones.
102. LA CRUZ Y EL TRIUNFO
En Vertou, parroquia cristiana, la misión era
seguida con fervor extraordinario. El misionero que acompañaba a Montfort tuvo
dificultad en retenerlo: el santo quería partir diciendo que no realizaría bien
alguno en este lugar por no encontrar en él ninguna cruz.
Poco
antes había estado en la parroquia de La Chevrolière, donde las humillaciones,
la enfermedad, las dificultades de todo género habían puesto de relieve su
indómito valor.
En
medio de tantas tribulaciones, lo habían visto radiante de gozo abrazar
afectuosamente al párroco que había tenido no pequeña parte en esa avalancha de
cruces, prometiéndole recordarlo con cariño durante toda la vida.
103. VENENO Y CONTRAVENENO
Furiosos al ver que se les escapaba la ciudad de La
Rochelle, los calvinistas habían decidido cerrar para siempre la boca al
misionero. Una mañana después de la predicación, hicieron poner veneno en una
bebida destinada a él. Montfort se dio cuenta inmediatamente después de tomar
la bebida letal y acudió a un contraveneno. Su robusta constitución logró
resistir, pero quedó herida a partir de este momento.
Su
salud irá languideciendo poco a poco.
A
causa de este percance, el santo tuvo que padecer horribles dolores
intestinales. Para colmo, un absceso puso en peligro su vida. Llevado al hospital
de La Rochelle, fue necesario acudir a la operación que, conforme a la medicina
de la época y contando con la habilidad y pericia de los médicos, tuvo que
hacerse sin el alivio de los calmantes y la anestesia que ofrece la ciencia
moderna.
En
medio de los sufrimientos más atroces tenía el valor de cantar «¡Viva Jesús,
viva su cruz!».
104. EL CANTO DEL GALLO
No contento con recibir con amor las cruces que
Dios le enviaba. Montfort afligía su cuerpo con toda clase de penitencias. A
veces se aplicaba disciplina antes de subir al púlpito, diciendo jocosamente a
quienes le reprendían por tales excesos: «El gallo no canta bien sino cuando
mejor se ha azotado con sus alas».
Tenía
por costumbre ayunar miércoles, viernes y sábado y en los otros días comía muy
poco.
Por
temor a no sufrir lo suficiente, había encargado al Hermano Nicolás darle
disciplina. Lo llevaba consigo con esta condición.
105. EL CALVARIO DE PONT-CHÂTEAU
Hacía largo tiempo acariciaba Montfort la idea de
construir un monumental Calvario en honor de Jesús crucificado.
Para
realizar su proyecto, eligió la llanura de Pont-Château, en las cercanías de
Nantes. Su poderosa elocuencia reunió trabajadores de todas las comarcas, para
levantar una especie de montaña artificial, en cuya cima debía enclavarse la
cruz; trabajaban cantando himnos sagrados, con gran desinterés y espíritu de
fe.
Cuando
todo estaba listo, llegó de improviso una orden del rey Sol que prohibía la
bendición del Calvario y ordenaba la demolición del mismo.
Esta
humillación fue en verdad una pesadísima cruz para el misionero. Que se retiró
a casa de los padres jesuitas para hacer sus ejercicios espirituales.
106. NUEVO HÉRCULES
¡Cuántas veces debió nuestro santo sentir que se le
estrechaba el corazón al recordar su calvario de Pont-Château!
Resolvió poner a salvo al menos las estatuas,
arrinconándolas en un cobertizo en espera de tiempos mejores.
Dos carros espaciosos las transportaron hasta las
riberas de Loira. Pero, ¿cómo pasarlas de los carros a la barca alquilada por
el misionero para trasladarlas a la otra orilla?
El santo lo remedió todo con sus hercúleas fuerzas.
Fue tomando una a una las pesadas estatuas de madera de roble y sumergiéndose
en el agua y el fango del río hasta la cintura, las fue llevando a la barca.
Las depositaron en el hospital de incurables de
Nantes. Donde permanecieron hasta 1748, fecha en que las colocaron
definitivamente en el Calvario reconstruido de Pont-Château.
107. «DÉJENLOS ORAR...»
Vivo permaneció en las poblaciones evangelizadas
por Montfort el recuerdo del bien que realizaba en ellas. Lo demuestra, entre
otros, el hecho siguiente, acontecido unos 80 años después de su muerte,
durante la Revolución francesa.
En
Fontenay, donde en 1715 Montfort había erigido una cruz en recuerdo de la
misión, se enfrentaban dos ejércitos: el revolucionario y el cristiano.
Cuando
se dio la señal de combate, el general del ejército católico recibió la noticia
de que muchos hombres, demorados en el cumplimiento de sus devociones a los
pies de la cruz de Montfort, no estaban aún en línea de combate.
–
Déjenlos orar, dijo entonces, combatirán mejor después.
En
efecto, una vez terminada su oración, con movimiento rápido, saltaron como
leones, y su soberbio arrojo decidió la victoria.
108. VIVE CON MARÍA
El aspecto más conmovedor de la vida de Montfort
fue la grande, sentida y perfecta devoción que tuvo a la Virgen María.
En
su Tratado de la Verdadera Devoción a María, declara haber leído
casi todos los libros escritos hasta entonces acerca de la Virgen y haber
conversado sobre el argumento con los personajes más santos y sabios de su
tiempo.
El
filial abandono a la Virgen santísima, ya patente en él cuando estudiaba en
Rennes y París, no hizo sino crecer más y más a través de su vida.
En
sus misiones invitaba a todos a consagrarse a Jesús por las manos de María, a
fin de vivir con mayor fidelidad las promesas del santo Bautismo. Montfort
vivió constantemente en comunión de amor con María, restauró sus capillas y sus
iglesias, esculpió imágenes suyas, difundió la recitación del rosario, compuso
cánticos en su honor y publicó por todas partes las virtudes y bondad de la
Reina del cielo.
109. PEREGRINO MARIANO
El peregrino o el turista que en nuestros días
visitan los más célebres santuarios marianos del mundo, pueden con frecuencia
encontrar una gran estatua que representa a san Luis María, vestido de
peregrino, con una mano apoyada en su bastón de caminante coronado con una
estatuilla de la Virgen y llevando en la otra mano su largo rosario. Ejemplos, Lourdes, Fátima,
Banneux, Beauring, Washington... En realidad, Montfort gustaba de peregrinar a los
santuarios marianos y dedicar largas horas a acompañar a la Virgen.
Con
frecuencia exclamaba:
–
Amada Madre mía, ¿cuándo tendré el consuelo de verte, ya no en imagen sino en
la realidad? Por mí mismo te debo más reconocimiento que el mundo entero. Sin
ti me habría perdido hace largo tiempo.
110. NO OLVIDAR EL ROSARIO
Propagaba el rosario en todas partes. Las regiones
que evangelizó han conservado la piadosa costumbre de recitarlo en público, en
la iglesia, en la humilde capilla del poblado o en el hogar doméstico. El mayor
disgusto que le podían causar era el abandonar el rezo del rosario.
Pasando
por Vallet, donde había predicado una misión, rechazó las invitaciones de
quienes querían volverlo a ver en esa parroquia:
–
No, no iré, les dijo: ¡han abandonado mi rosario!
Se
servía de esta arma para convertir a los pecadores, que no podían resistirle
nunca, decía él, una vez había logrado echarles al cuello su rosario.
111. DESDE LAS REJAS DEL JARDÍN
En Roussay, Montfort dijo cierto día a un campesino
que fuera a verlo en la casa de La Providencia. Acudió el hombre a la cita.
Pero vio al misionero conversando en el jardín con una señora de belleza
fulgurante. Lleno de respeto, se contentó, con observar tan extraordinaria
maravilla a través de las rejas del jardín y se marchó.
Volvió
el campesino a la mañana siguiente. El jardín estaba desierto. Logró saber que
el misionero estaba en su cuarto del primer piso que daba al patio. Antes de
entrar observó por el hueco de la llave y contempló el mismo espectáculo que el
día anterior.
Persistió
en volver al tercer día y encontró finalmente al siervo de Dios, que le
interrogó sobre el motivo de su retraso. El buen hombre le contó lo que había
visto.
Montfort,
con la certeza de tener frente a sí una persona de alma pura por haber visto a
la Virgen, le pidió silencio y le permitió comulgar.
112. EL MONAGUILLO CURIOSO
En San Juan de Fontenay, tardaba cierta mañana el
misionero en acudir a la celebración de la Eucaristía. El monaguillo que debía
ayudarle fue corriendo a la casa de La Providencia y golpeó a la puerta del
cuarto del hombre de Dios. Nadie respondió. Se arrodilló entonces para mirar a
través del hueco practicado en la puerta para que pasara el gato de la casa.
Vio a una hermosa señora, un tanto levantada del suelo, que conversaba con el
santo. Mudo de admiración, regresó a la iglesia, a donde el Padre no tardó en
llegar también.
Viendo
que el monaguillo lo miraba estupefacto, le preguntó: ¿Qué te pasa que me miras
así, esta mañana?
El
pequeño le contó cuanto había visto.
–
Bien, hijo mío, le replicó el santo; eres dichoso, tienes un corazón puro.
Trazó
en la frente del niño la señal de la cruz y añadió:
–
¡Irás un día al paraíso!
113. TRANSFIGURADO
El día de la Candelaria de 1715, en la iglesia de
los Dominicos de La Rochelle, donde tantas personas se habían convertido al
escuchar sus sermones, le invitaron a predicar sobre Nuestra Señora.
Habló
con tal entusiasmo que la Virgen, por su parte, quiso también exaltar a su
apóstol. Mientras hablaba, su rostro se transfiguró. Despedía rayos luminosos
que, envolviéndole como una nube, lo ocultaban a la mirada de los fieles
presentes en la iglesia, de suerte que sólo se le reconocía por el sonido de su
voz. Este prodigio hizo mucho ruido.
Un
hombre favorecido con tales dones no podía menos que ser un santo. Cada uno lo
decía instintivamente y todos acudían a él.
114. DE PASEO CON LA VIRGEN
Cuentan que en Landemont, diócesis de Angers, una
mujer madrugó a confesarse con el misionero. Pasando cerca del jardín de la
parroquia, vio que Montfort se paseaba por la alameda en compañía de una señora
blanquísima y resplandeciente de luz.
Cuando
manifestó a Montfort su admiración por este suceso, él le respondió:
– No
necesitas confesarte, eres más santa que yo, pues has visto a aquella a quien
yo solamente escuchaba.
115. AYUDA INESPERADA
La señorita de Guihanene, directora del hospital
San Juan, en Guérande, contó que habiendo ido a San Similiano para participar
en la misión que predicaba Montfort, una tarde se sintió fatigada y a punto de
desmayarse de debilidad, pues estaba en ayunas y no llevaba consigo provisión
alguna.
No
atreviéndose a manifestar su situación a las personas que la rodeaban, se sentó
en una piedra fuera de la iglesia, esperando el momento del siguiente
ejercicio.
Pasados
algunos momentos, vio a una señora modestamente vestida pero de porte diferente
y rostro amable y radiante, que le ofreció un panecillo diciéndole:
–
Toma, hija mía, cómete este pan, y desapareció en seguida.
La
Virgen María había acudido en ayuda suya.
La
buena mujer afirmó que nunca había comido pan tan sabroso.
116. ESCRITOR MARIANO
Para entender un tanto lo grande que era el amor de
Montfort a María, hay que leer sus cánticos en honor de la Virgen, todos ellos
llenos de suaves acentos de piedad filial.
Es
preciso, además, leer El Secreto de María, en el que presenta en
pocas páginas el camino más fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a la
santidad: “Ir a Jesús por María”.
Más
aún, hay que leer el célebre Tratado de la Verdadera Devoción a
la Virgen María, en el cual el santo transmite su mensaje mariano, fruto de su
experiencia y base de su apostolado misionero. En él señala la consagración y
entrega total de sí mismo a María como la mejor y más perfecta forma de amarla,
a fin de pertenecer más plenamente a Jesucristo.
Explica
esta maravillosa doctrina con admirable elocuencia en páginas dignas de que
toda alma deseosa de amar perfectamente a Jesucristo y a su santísima Madre las
lea y medite.
X - EDUCADOR Y MAESTRO
117. APÓSTOL DE LA ESCUELA
Montfort es conocido universalmente más como
apóstol de María y misionero que como educador. Pero como hombre realista y
perspicaz que era, consideró que el resultado mismo de sus misiones, no sería
duradero, si no se educa cristianamente al niño. Por ello, una de sus mayores
preocupaciones fue la de proveer a la educación cristiana de la juventud,
fundando donde era posible, escuelas gratuitas y dotándolas de maestros
cristianos y religiosos.
Fue
casi contemporáneo del gran educador san Juan Bautista de la Salle y de otros
fundadores de congregaciones enseñantes, fundadas a fines del reinado de Luis
XIV. Compartió su solicitud en forma mucho más sentida, cuanto que él mismo
pudo constatar, en sus viajes apostólicos, la ignorancia y abandono en que
crecía la juventud.
118. VOCACIÓN DEL HERMANO MATURÍN
Un joven de 18 años, atraído por la predicación de
un padre capuchino, había ido a Poitiers con el propósito de hacerse fraile.
La
primera iglesia que encontró, al llegar a la ciudad, fue la de los Penitentes.
Entró en ella y rezó el rosario con gran devoción. Montfort se le acercó y le
preguntó:
–
¿Quién eres?
–
Soy Maturín Rangeard; he venido a Poitiers para entrar en la orden capuchina.
Como
iluminado por una intuición celestial, Montfort le dijo:
–
Hijo mío, la Providencia te ha traído a mí. ¡Acompáñame en las misiones!
El
joven se levantó y lo siguió. Fue su compañero inseparable y el continuador de
su apostolado con los niños durante 50 años.
Murió
en 1759 en San Lorenzo del Sèvre.
119. ESCUELAS PARA MUCHACHOS
Montfort no podía ignorar la importancia de la
escuela cristiana, semillero de la Iglesia, salvaguardia de la fe y de la moral
católica.
En
las parroquias en las cuales combatía sus batallas, propuso establecer escuelas
para perpetuar los frutos de las misiones.
«La
ocupación principal de Montfort, refiere su contemporáneo Grandet, era fundar,
en el curso de sus misiones, escuelas cristianas para niños y niñas».
Concedió
un sitio cada vez más amplio al apostolado de la escuela, porque la experiencia
le había demostrado que los efectos de la misión se mantenían «durante mucho
tiempo más en los lugares por donde él había pasado que en los lugares donde
habían trabajado otros misioneros, porque él utilizaba medios mucho más
eficaces para perpetuar el fruto de sus misiones mediante las escuelas
gratuitas».
120. PROYECTO Y REALIDAD
En La Rochelle, Montfort tenía en el obispo, mons.
Champflour, un amigo y un protector decidido. En esa ciudad pudo desplegar su
ardor apostólico y sus cualidades de organizador.
La
Rochelle era una ciudad importante, centro todavía de la herejía calvinista.
Había allí bandas de niños desamparados.
Por
ello, eran necesarias escuelas permanentes y bien organizadas.
Montfort
se puso a la obra: preparó pronto un proyecto que el obispo aceptó en su
totalidad a comienzos de 1714.
El
prelado, después de escucharlo con el mayor interés y previendo el inmenso bien
que de él se seguiría, lo comprometió a ponerlo en marcha en seguida. Y
prometió proveer él mismo a los gastos necesarios.
121. MANOS A LA OBRA
Montfort pensó en la adquisición de edificios,
dirigió los trabajos de adaptación y transformación y en breve dio comienzo a
las escuelas, confiando los niños a los Hermanos Domingo, Felipe y Luis, y las
niñas a dos Hijas de la Sabiduría, María Luisa y Catalina.
Fuera
de los maestros y maestras puso también al frente a un sacerdote como capellán
estable. Acudieron inesperadamente multitudes de niños y niñas y todos fueron
acogidos gratuitamente. Fue éste un punto en el cual el misionero insistió
mucho. Así, decía, no habrá excusas a la negligencia de los padres en materia
de educación.
El
misionero proveyó a la organización y funcionamiento de las escuelas, con la
competencia propia de un profesional, «como si hubiera pasado toda la vida
enseñando».
122. GUÍA ATENTA Y DILIGENTE
Montfort estableció la organización de los alumnos
en las aulas, los bancos y el anfiteatro, a fin de que el maestro pudiera ver
de un solo vistazo a todos los escolares.
Montfort
mismo, añaden los biógrafos, durante su permanencia en La Rochelle y en el
intervalo entre una misión y otra, iba todos los días a la escuela a adiestrar
a los maestros en su método de enseñanza.
La
bendición del Señor descendió en abundancia. Toda la ciudad quedó maravillada
ante la rápida transformación realizada en la población gracias a aquellas
escuelas.
Montfort
expresó su alegría a los maestros y maestras en estos términos:
–
¡Bendito sea Dios, gracias a la fidelidad de Uds.!
123. EL AMIGO DE LOS NIÑOS
Montfort amó a los niños. Más que una caricia o una
palabra amable a uno u otro, los instruyó y educó.
Ya
de seminarista y luego como sacerdote, se complacía en verse rodeado por
muchedumbres de niños, que reunía en torno a sí mismo para enseñarles el
catecismo y bendecirlos.
Para
mantenerlos en la práctica de la vida cristiana, organizaba para ellos pequeñas
"sociedades", asociaciones y agrupaciones juveniles, con el fin de
estimularlos a mejorar más y más y atraer al buen camino a los compañeros menos
buenos.
Para
ellos fundó escuelas, trazó reglamentos, ensayó nuevos métodos. Una de las
últimas palabras escritas por su mano moribunda, se refiere a la misión
confiada a sus Hermanos, de proseguir la obra de las "escuelas
gratuitas".
XI - FULGORES DE SANTIDAD
124. AMOR
Todos los santos han amado mucho al Señor. Pero
Montfort se distingue entre todos por la sencillez y, al mismo tiempo, por la
grandeza de su amor. Dios hecho hombre y muerto en la cruz, Dios presente en el
tabernáculo, se convierte en objeto de todos sus pensamientos y afectos.
"¡Sólo Dios!" era su lema.
Las
frecuentes visitas a las iglesias, las largas oraciones ante el altar del Señor
marcan su vida.
Experimenta
una profunda pena cuando halla descuidada y en ruinas la casa de Dios.
En
uno de sus cánticos, Montfort constata con tristeza:
«Suspiremos,
gimamos, lloremos tristemente:
Cristo es
abandonado en su gran Sacramento...,
la
iglesia está olvidada y el altar expoliado...,
una hora
en el templo parece un año entero...»
125. RESTAURACIÓN DE IGLESIAS
En muchas parroquias encontraba a menudo la iglesia
en ruinas, sucia, carente de todo. Movilizaba entonces una hilera de
trabajadores, se ponía a la cabeza de los mismos y en pocos días la iglesia
quedaba restaurada, blanqueada, decorada. El pueblo maravillado, emprendía de
nuevo, lleno de gozo, el camino de la casa de Dios.
Montfort
no podía soportar el descuido del lugar santo. Todo debía estar pulido, todos
debían tener en la iglesia un comportamiento decoroso y devoto.
Los
que irrespetaban la santa presencia de Dios sentían caer sobre sí desde el
púlpito apóstrofes y reproches.
126. CASA DE ORACIÓN
En un viaje a Normandía, el santo llegó un sábado a
una iglesia y quiso celebrar la Eucaristía.
Subió
al altar. Pero su recogimiento fue interrumpido más de una vez por la falta de
sosiego de los niños y personas que entraban y salían del templo.
Terminada
la Misa, se volvió a los fieles y con graves palabras les recordó el respeto
debido al lugar santo.
La
exhortación agradó al párroco, que ya había admirado la piedad del celebrante y
lo invitó también a almorzar y a quedarse hasta el día siguiente para darle
ocasión de predicar durante la celebración dominical.
Al
momento de despedirse, el párroco trató en vano de saber su nombre:
–
¿Qué significa mi nombre?, observó. Soy un pobre sacerdote que corre por el
mundo con el fin de salvar a alguien.
127. LA MISA DE UN SANTO
Durante una breve estadía de Montfort en el
seminario de Lucon, una mañana, el monaguillo observó que durante la misa,
apenas pasada la consagración, el santo se quedaba inmóvil, con las manos
juntas, interrumpiendo la celebración. Pensó el ayudante que se trataba de una
distracción, e intentó llamarle la atención al celebrante desde una esquina del
altar. ¡Inútil!
El
misionero parecía privado de los sentidos, absorto en una visión celestial.
El
seminarista abandonó la iglesia y salió a contar que hacía más de media hora
que Montfort había llegado hasta la consagración, pero que a partir de ese
momento se había detenido y que él no sabía si el celebrante estaba vivo o
muerto.
Enviaron
a la capilla a otro seminarista que encontró al celebrante en la misma actitud
y se vio obligado a tirarlo del borde de la casulla para hacerlo volver en sí.
El misionero había pasado tres cuartos de hora en éxtasis.
128. LA ÚLTIMA LLAMADA
En la población de San Lorenzo del Sèvre, oyó
Montfort la última llamada.
El
santo sacerdote había llegado allí para iniciar una misión.
Estaba
muy cansado y debilitado. No quiso, sin embargo, ahorrarse nada. Se impuso más
bien mucho trabajo para preparar la parroquia a la visita del obispo de La
Rochelle, que debía tener lugar el 22 de abril.
La
solemne procesión que organizó para recibir dignamente al Pastor de la diócesis
fue causa de su última enfermedad.
Obispo
y clero quedaron admirados de la organización, el orden y éxito de toda la
ceremonia.
Pero
el pobre misionero, agotado, no pudo terminar su sermón y fue obligado a guardar
cama, con el pecho oprimido y el escalofrío de la fiebre.
Por
la tarde, después de vísperas, haciendo un supremo esfuerzo, se levantó para
subir una vez más al púlpito. Estaba pálido y su voz era apenas audible.
Volvió
a su lecho, para no levantarse más.
Comprendió
en seguida que había llegado su fin. Se confesó y recibió los sacramentos de
los enfermos de manos del obispo.
129. «VAMOS, VAMOS, AMIGOS...»
La noticia de su grave enfermedad hizo acudir
gentes de todas partes.
En
pequeños grupos entraban a su cuarto. Se oía sólo la respiración ansiosa del
moribundo. De repente se sentó y con el crucifijo, fiel compañero suyo en todas
sus misiones, bendijo a los presentes.
Recogió
sus últimas fuerzas y entonó uno de sus cánticos.
Con
corazón contento y rostro alegre,
vamos,
amigos, vámonos al cielo;
por más
que en este mundo atesoremos,
el cielo
vale más.
Luego
rechazó al demonio tentador:
– En
vano me asaltas: estoy entre Jesús y María. He terminado mi carrera. ¡Ya no pecaré
más!
Y se
durmió plácidamente en la muerte de los justos. Era el 28 de abril de 1716.
Tenía 43 años.
130. GLORIFICACIÓN
Muy pronto su santidad se divulga por todas partes
y los milagros se multiplican en su tumba. La Iglesia, después de los procesos
acostumbrados, eleva a Montfort al honor de los altares.
El
22 de enero de 1888, León XIII lo proclamó beato. El 20 de julio de 1947, Pío
XII, en solemne ceremonia de canonización, lo declara santo.
Su
estatua gigantesca, colocada entre las de los fundadores de congregaciones y
órdenes religiosas, contempla a los peregrinos desde un nicho de la nave
central de la basílica de San Pedro en Roma.
Sobre
su tumba, venerada en la basílica de San Lorenzo del Sèvre –Francia– se
congregan continuamente multitudes suplicantes.
El
santo responde a sus plegarias alcanzando gracias señaladas y numerosas.
Y
les recuerda a todos su mensaje: Buscar a Dios sólo, seguir a Cristo Sabiduría,
consagrarse a María repitiéndole: «¡Soy todo tuyo!»
XII - ¿QUIÉN PROSEGUIRÁ SU OBRA?
Muchos cristianos esparcidos por el mundo viven la
espiritualidad de San Luis María de Montfort. En especial, la LEGIÓN DE MARÍA y los GRUPOS DE ASOCIADOS MONFORTIANOS consideran
a Montfort como su maestro espiritual.
Algunos
institutos religiosos y asociaciones aseguran la supervivencia y prolongación
del compromiso misionero, caritativo y educativo del
santo.
131. LOS MISIONEROS DE LA COMPAÑIA DE MARÍA
Montfort imploró con oraciones y gemidos desde el
año 1700 a los Misioneros de la Compañía de María, sacerdotes y hermanos, se
hallan en las cinco partes del mundo.
Se
dedican a la proclamación de la Palabra de Dios, dando preferencia a las
misiones populares para «renovar el espíritu cristiano entre los cristianos»
(Montfort). Su servicio a las iglesias locales en la patria y en el extranjero
tiende a despertar en las conciencias los compromisos bautismales y conservar
la fidelidad a ellos mediante la consagración total a María.
Casa Generalicia:
Viale
dei Monfortani, 65
00135 - Roma (ITALIA)
Tel. 06.305.23.32
Casa del Delegado de Perú:
Jr.
Pacasmayo 566 - Lima 01 (PERÚ)
Tel. 425.1228
Seminario Mayor Monfortiano:
Av. Colonial
426 - Lima 01 (PERÚ)
Tel. 425.0336
132. HIJAS DE LA SABIDURÍA
Las Hijas de la Sabiduría, como el Fundador y la
Cofundadora, Madre María Luisa de Jesús, desean continuar hoy en el mundo el
compromiso de ser «el Evangelio del amor de Jesucristo». Viven el misterio de
la salvación inserto en la Iglesia, y con la Iglesia proclaman a la sociedad
contemporánea, trastornada por el consumismo y las ideologías
materialistas, la "sabiduría" del desapego de los bienes de la
tierra, la "sabiduría" del don gratuito; la "sabiduría" de
la libertad por medio de la única obediencia al Padre.
Sus
actividades son diversas y alcanzan a los pobres. Para que su "ser"
sea ante todo "sapiencial", intensifican los momentos de oración en
unión con la Virgen, a la cual se consagran para realizar un apostolado más
fecundo, más profundo e ilimitado.
Casa Generalicia:
Via
dei Casali di Torrevecchia, 16
00168 - Roma (ITALIA)
Tel. 06.627.86.46
Casa Provincial en Perú:
Av.
J.C. Mariátegui 267
Jesús María - Lima (PERÚ)
Tel. 471.564
133. HERMANOS DE SAN GABRIEL
Constituyen una congregación religiosa de Hermanos
enseñantes en continuidad con el grupo de Hermanos reunidos en torno a Montfort
para cooperar con él en las misiones y especialmente en las "escuelas
gratuitas". Reorganizados por el P. Gabriel Deshayes, después de la
revolución francesa, fueron reconocidos en Francia por decreto de Napoleón III,
en 1853, con el nombre de Hermanos de la Institución Cristiana de San Gabriel.
Se
empeñan en la evangelización y en la educación integral de la juventud,
mediante toda clase de escuelas –de primaria a secundaria–, de institutos
técnicos y profesionales de enseñanza universitaria. En respuesta a las
exigencias de la Iglesia y del mundo contemporáneo, se abren a obras de
restauración y promoción social y brindan en todos los continentes un servicio
concreto a las jóvenes iglesias misioneras.
Casa Generalicia:
Via
Trionfale, 12.840
00135 - Roma (ITALIA)
Tel. 06.303.590.01
En Perú:
Parroquia
S. Luis de Montfort
Carretera Central km 19
La Era - Chosica (PERÚ)
134. LAS MISIONERAS DE MARÍA
Las Misioneras de María, Reina de los Corazones,
han surgido en nuestro tiempo y se han organizado en asociación secular de
personas consagradas a Dios en el mundo.
Desarrollan un calificado trabajo profesional y
viven la espiritualidad monfortiana, actualizándola para nuestro tiempo.
Colaboran en la misión popular y en varias formas de pastoral en la patria y en
el extranjero.
Casa Generalicia:
Via
G. Fondulo, 62 sc.B - int.6
00176 - Roma (ITALIA)
Tel. 06.217.03.221
En Perú:
Jr. San Martín 564/5
Magdalena del Mar - Lima 17 (PERÚ)
Tel. 263.4052
Para el futuro, ¿quién de Uds. quiere dar una mano
a la Familia Monfortiana (Misioneros Monfortianos, Hijas de la Sabiduría,
Hermanos de San Gabriel, Misioneras de María) a fin de continuar la obra
apostólica de San Luis de Montfort?
Estimado lector, basta por ahora. Concluyamos.
Se ha ido desplegando ante tus ojos una serie de hechos maravillosos. ¿Te
agradaron?
¿Qué
"florecilla" te interesó en forma especial?
¿Qué
idea te has formado de este hombre extraordinario, a través de estos relatos?
Montfort
vivió sólo 43 años y, sin embargo, ¡qué trabajo tan gigantesco realizó en tan
corto tiempo! ¡Y con frecuencia él solo!
Ciertamente
no te lo he contado todo. Pero creo que lo que has leído es suficiente para que
comprendas el "estilo" de su vida, el carácter de su santidad.
A
propósito, antes de cerrar el libro, ¿quieres oír todavía una última
"florecilla"? Ella es una invitación y augurio para seguir al
santo.
135. EL LOIRA SE DESBORDA
En Francia el invierno de 1710 fue excepcionalmente
húmedo y frío.
Un
día trágico, el Loira, un río muchas veces caprichoso y de orillas arenosas, se
salió de sus diques. En pocas horas los barrios principales de la ciudad de
Nantes quedaron anegados bajo la furia de las aguas. Y el suburbio de Bièse
quedó totalmente sumergido. Sólo se veían los techos de las casas por encima de
las olas. Los habitantes se habían refugiado en las azoteas. Pero habiendo
escapado a la furia del río, eran ahora presa del hambre.
Se
temía por su trágica suerte. ¿Cómo llevarles provisiones?
El Loira
se había convertido en un mar embravecido, surcado por corrientes impetuosas,
cuyo aspecto aterraba a los más valientes.
Mezclado
con la multitud, Montfort oía de lejos, entre el fragor de la corriente que
golpeaba contra los muros derruidos, los gritos de los agonizantes. Para
salvarlos, resolvió arriesgar la propia vida.
136. «¡SÍGANME!»
Montfort comienza por recoger víveres. Pero no es
suficiente. El hombre de Dios busca marineros. Les hace presente que sus
conciudadanos y amigos, quizá parientes, están a punto de perecer y que no
pueden –ellos que saben manejar los remos– dejarlos desamparados.
–
¡Pongan su confianza en Dios!, ¡Uds. no van a perecer!, se lo aseguro.
¡Síganme!
Y
salta a una de las pocas barcas que el río ha respetado.
Tanta
seguridad arrastra a los más tímidos. Se embarcan las provisiones. Los lobos de
mar toman los remos y bogan con mil precauciones tras la barca del misionero.
Toda
la ciudad se halla en el muelle y sigue angustiada los movimientos de la
"flotilla", a veces inmóvil contra la corriente, a veces llevada
desde el fondo del vórtice hasta la cresta de las olas en una horrible danza
tempestuosa.
137. ¡TODOS A SALVO!
Atraviesan
los puntos peligrosos y, después de mil peripecias, se acercan a las casas en peligro.
Se trata de descargar las provisiones. Las lanzan inmediatamente a través de
los tragaluces de los techos: panes y carne con sal. Luego, cambian de rumbo
para volver al punto de partida. Hay que atravesar de nuevo la zona de los
vórtices y exponerse a las ráfagas, que levantan a lo largo del río las olas en
montañas agitadas.
Gracias
a la sangre fría del misionero, que anima y dirige como un viejo capitán, todo
termina bien. Pronto, hasta la última barca toca el muelle de embarque, donde
la población, palpitante de gozo, saluda con una ovación al valeroso
socorrista.
La
tradición local afirma que la "barca de Montfort" prestó servicio
durante 150 largos años más, hasta que la sustituyó un barco a vapor.
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